Las izquierdas ante el espejo

            La sociología electoral sorprende. Niveles de renta determinados, humildes, apuestan por opciones políticas aparentemente contradictorias con sus intereses. Colectivos modestos, de trabajadores con precariedades de todo tipo, acaban por otorgar su voto a partidos que van a hacer nada, o muy poco, por ellos. No es fácil entender esto, a pesar de que las ciencias sociales tratan de ofrecer argumentos al respecto. En la Unión Europea y en España, las políticas económicas y sociales implementadas desde la COVID-19, han tenido fuertes inspiraciones keynesianas, que han facilitado contener mayores impactos negativos. ERTE’s, ayudas a empresas, préstamos blandos, subidas del salario mínimo, de las pensiones, impulso al ingreso mínimo vital, etc. son algunas de las medidas puestas en marcha, que han favorecido de forma preeminente a la clase media y a la trabajadora.

            Sin embargo, esto no se traduce en una correlación electoral. Es más: aquellos partidos que se han opuesto a todas esas iniciativas, mantienen un suelo electoral muy alto y arrasan, como se ha visto en las últimas elecciones municipales y autonómicas en España, un hecho que no es fácil explicar por muchas elucubraciones que se hagan. Pero el fenómeno no solo es español; atañe también a otros países, incluso a otros hemisferios. Derecha y ultraderecha se permiten vociferar en contra de derechos fundamentales o zancadilleando avances sociales y económicos, como lo visto en el ámbito de las instituciones europeas, con claros boicots en relación a los fondos Next Generation hacia España, sin que esa actitud anti-patriótica parezca pasarles factura alguna. En paralelo, dirigentes de esas derechas emiten mensajes falsos –como, por ejemplo, todo lo relacionado con la falsa pervivencia de ETA–, que se pueden desmontar con relativa facilidad, pero con una consecuencia: esos mensajes calan en segmentos significativos de la sociedad, que los reciben desde redes sociales, informativos tendenciosos y con escasísimo contrapunto por parte de los medios más profesionalmente serios.

            No es posible entender la consolidación de los votos derechistas sin que una parte sustancial de ellos provenga de capas populares. Los datos lo corroboran. Estos mismos colectivos que han sido protegidos por la política económica que se ha desempeñado desde 2020, y que se vuelven en contra de su mantenimiento y mayor despliegue votando opciones que preconizaron en campaña el desmantelamiento total o parcial de los avances alcanzados. Sin pudor alguno, sin factura electoral. Sorprendente.

            Ni sociólogos, ni economistas, ni politólogos tienen argumentos convincentes para explicar esto. Sus análisis se mueven en pensamientos más abstractos o mecánicos: agotamiento de un ciclo electoral, condicionantes socioeconómicos que justifican ese comportamiento en los comicios…Puede ser, todo ello, razonable. Pero no acaba de dar en el clavo. Hay un desclasamiento explicable, quizás por la pérdida de identidad de clase social (aquella distinción marxiana entre “clase en si” y “clase para si”). Esto parece ser más frecuente en sociedades en las que las economías de servicios son las dominantes, con procesos profundos de desindustrialización. A ello, cabe añadir la pérdida de capacidad de influencia de los sindicatos; en tal sentido, en aquellas sociedades en las que el poder sindical es más sólido, se consiguen avances y mejoras en las negociaciones con las patronales y las administraciones.

El desclasamiento tiene, por tanto, múltiples aristas, porque no tiene en cuenta, por ejemplo, los esfuerzos que ha podido desarrollar la economía pública en coyunturas concretas –como durante la pandemia o en el marco de la guerra europea–. Las claves en la esfera económica no cuadran, de manera que se deberán buscar en otros terrenos. Aquí, la vertiente cultural, en su sentido más amplio, es importante, toda vez que incorpora la ideología. La identidad frente a la racionalidad. Y, dentro de aquella, los reclamos simples para encarar problemas complejos. Resulta sencillo invocar los sentimientos más íntimos y tocar las teclas más viscerales con mensajes epidérmicos, ligeros, fáciles.

            Pero los hechos que nos rodean son cualquier cosa menos sencillos; así, explicar la complejidad, con matices y argumentos, conduce a la pérdida de conexión con la masa social a la que se quiere llegar. Esto lo ha entendido muy bien la ultraderecha, y ha extendido esa metodología infantiloide pero efectiva a la derecha en su totalidad. De esta forma, se niega el cambio climático, la igualdad de género, los derechos de las minorías, las diferencias culturales, y la economía pública: todo se presenta entonces como inventos de colectivos parasitarios o producto de unas fuerzas de izquierda que persiguen la socialización absoluta de los medios de producción. El negacionismo se distribuye con la mentira como divisa: esto, como se apuntaba, se hace poroso en todo el espectro de la derecha, en un preocupante proceso que tiene ya tintes planetarios.

            En el caso de España y de sus comunidades autónomas y ayuntamientos, otro factor es clave: la atomización a la izquierda del partido socialista. Las trayectorias históricas han demostrado, con contundencia, que la división de las fuerzas progresistas representa un acicate para las derechas. Un gran regalo. Esa fragmentación desestimula a los votantes de izquierdas, a la vez que anima a los de derechas. Mientras esa ecuación no se resuelva, la izquierda, en su conjunto, seguirá viviendo momentos duros como los presentes. Los análisis, en tal contexto, suelen buscar responsables. Algunos columnistas, no necesariamente conservadores, han vuelto de nuevo a culpabilizar a la Moncloa de la derrota electoral. Es como una demonización del presidente Pedro Sánchez, al que se le adjudican todas las calamidades, y no se le aprecia éxito alguno ni su capacidad de respuesta ante las tremendas coyunturas por las que ha pasado España. Un presidente que ha liderado unos gobiernos que han proporcionado verdaderos diques de contención a los impactos de una pandemia y de una guerra, por no citar otros acontecimientos desastrosos que se han vivido. Su respuesta expeditiva, arriesgada, valiente: la convocatoria electoral para el mes de julio. Un órdago, una operación a corazón abierto, como se ha dicho, una ofensiva final en la que dilucidar si la política económica aplicada por el gobierno de Sánchez se acepta o se rechaza.

            En tal sentido, no sería arriesgado plantearse un contrafactual: ¿qué hubiera sucedido en España sin las medidas económicas, sociales y sanitarias tomadas por el gabinete del presidente? ¿qué corolarios sociales tendrían otras propuestas? ¿qué hubieran hecho los que se negaron a todo y que ahora amenazan con desmantelar, como decíamos, lo alcanzado? Llegar a unos comicios regionales y municipales con un 12% de desempleo, el mayor crecimiento económico de la Eurozona y unas perspectivas positivas en este campo para los próximos meses, ¿se hubieran obtenido con otra política económica, con la que suelen preconizar las derechas, centradas en bajadas de impuestos y desregulaciones generales?

            Perseguir a los posibles responsables de la pérdida electoral elude otro vector: buscar una responsabilidad también ciudadana. La ciudadanía tiene también su cuota en este aspecto. Una ciudadanía que ha visto aumentar sus pensiones, el salario mínimo, ingresos aleatorios o preservación de los empleos en plena pandemia. Y que no valora, al parecer, todo esto, creyendo los cantos de sirena de mensajes vacuos, que enarbolan conceptos sin más concreción que un individualismo asocial, una libertad sin profundidad social, una justicia sin una perspectiva social. Sin bajar al lodo de lo cotidiano más que para negar lo avanzado. Muchos ciudadanos han emitido su voto ultraderechista creyendo todo eso, y probablemente muchos de ellos se han dañado a si mismos y a otros como ellos, máxime si su procedencia radica en las capas más humildes de la sociedad. Aquí residen, igualmente, cuotas de responsabilidad, que deben añadirse a las que provienen del ámbito más estrictamente político.

            La resistencia es la capacidad de levantarse de los golpes, y tratar de volver a una senda vencedora. Resistir, de alguna forma, es ganar. El desánimo es natural; negarlo no es inteligente. Pero la resistencia va a ser la clave: una capacidad resiliente que debería hacernos salir del agujero en el que, ahora mismo, estamos ubicados. Las izquierdas, en esta nueva hoja de ruta, deberían enfatizar más lo conseguido que afecta a un amplio conjunto, mayoritario, de la población –aspectos ya reseñados–, que adentrarse en debates sobre minorías con explicaciones que urgen de matizaciones importantes, que en muchas ocasiones llegan distorsionadas –o simplemente no llegan– a la gente. La situación es complicada. Pero existe, todavía, margen de maniobra. Si de los resultados de los comicios municipales y autonómicos las izquierdas no han aprendido las lecciones pertinentes (a saber: evitar las divisiones por parte de sus formaciones políticas, ir a votar la ciudadanía progresista, reivindicar los derechos y programas conseguidos y dirigidos de forma directa a la clase trabajadora), entonces deberemos concluir que este país, efectivamente, se ha derechizado y ha permitido que el neofascismo se inserte en las instituciones. Se habrá entonces reducido la agonía hasta diciembre –la fecha originaria de las elecciones generales–, pero nos habremos instalado, ya casi definitivamente, en una derrota con enormes consecuencias.

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