En un reciente curso en la UIMP en Santander, organizado por el CIS, se abordaron diferentes problemáticas, desde el campo de la Sociología, sobre los cambios en las sociedades actuales, con un énfasis más preciso en el caso español. En ese marco, la economía estuvo siempre latente. No en vano son cada vez más urgentes las colaboraciones entre economistas, sociólogos y politólogos –entre otros campos del conocimiento– para arbitrar con mayor capacidad los diagnósticos más razonables. Esto me lleva a centrarme en el terreno estricto de la economía, que muchos colegas presentan como la “física de las ciencias sociales”, con la pretensión de disponer de leyes implacables y de capacidades predictivas.
Porque, veamos, hay preguntas recurrentes a la economía como ciencia social: ¿cuándo se producirá la próxima crisis económica? ¿Qué actitud adoptarán los bancos centrales, en caso de que se produzca? Y los ahorradores y consumidores: ¿qué harán? ¿Qué podrán hacer los gobiernos? Estos interrogantes, de una obviedad palmaria y de gran preocupación para agentes económicos y sociales, son los que se reclaman a los economistas, equiparados a gurús capaces de ser predictivos, profetas en potencia: el poseedor de un acerbo privilegiado de información –que nadie más tiene–, con el que acotar las catástrofes. Pero como afirmaba el gran científico Niels Bohr, uno de los padres de la física atómica, resulta muy difícil hacer predicciones, y más si son sobre el futuro. Y Ernst Rutherford, que realizó una primera versión de la estructura del átomo, afirmaba que, en el campo de la ciencia, todo lo que no es física es coleccionar sellos. Convendría que los economistas situáramos con mayor modestia nuestras capacidades, y supiéramos moderar las respuestas que frecuentemente damos a cuestiones como las enunciadas más arriba.
Los vaticinios que a veces se lanzan desde instituciones reputadas están más sesgados por una visión coyuntural que estructural; por una perspectiva concreta, de forma que se alejan las reflexiones que puedan hablar más de tendencias económicas que de pretendidas exactitudes. Las certezas en economía no pueden aventurarse de manera estricta. Los economistas no son físicos, que trabajan a partir de formulaciones empíricas que les permiten intuir –e incluso acertar– lo que puede acontecer con los materiales y los problemas en los que investigan. En cualquier caso, su filosofía de la ciencia habita en territorios mucho más tangibles –o mejor aprehendidos–, y menos complicados de predecir –aunque no siempre, como es natural, dado el rico debate que se dio en esta ciencia desde principios del siglo XX–, que las disciplinas de carácter social. Pero incluso en campos tan experimentales y materiales como la física, los principios de incertidumbre se encuentran presentes en la epistemología de la ciencia. Los modelos matemáticos aplicados en economía son de gran utilidad explicativa en muchos casos, y conforman herramientas que deben conocerse; pero no siempre delimitan con precisión las tendencias que se aproximan. La falta de capacidad de los economistas para predecir y comentar las crisis constituye una piedra de toque evidente ante la imposibilidad de “profetizar” un futuro inmediato.
En nuestros análisis, el factor clave, que es la población, tiene una movilidad real. Las personas no siempre actúan de manera racional y, por tanto, no consumen de forma invariable con la óptica del principio de utilidad, con la perspectiva de un cálculo preciso, imbuido por una información casi perfecta y simétrica. Esto, que se encuentra implícito en buena parte de los modelos teóricos de crecimiento, delinea un juego de ecuaciones y de cálculos matemáticos de gran elegancia, valiosos como ejercicio, pero no necesariamente útiles para describir y, sobre todo, aventurar el devenir. Conviene recordar estas consideraciones cuando el economista se adentra en el proceloso terreno de los vaticinios. Lo sensato: trabajar, a partir de buenas bases de datos, sobre posibles tendencias. Y abrirse a componentes científicos holísticos, con la modestia de querer aprender, sinceramente, de colegas –biólogos, ingenieros, sociólogos, historiadores, físicos, químicos– cuyos trabajos resultan cada vez más decisivos para una comprensión global de los hechos económicos.