Declaraciones furibundas, de gran extremismo, por parte del presidente argentino Javier Milei: la negación de la justicia social –consustancial a los economistas clásicos, desde los fisiócratas con François Quesnay hasta los liberales con John Stuart Mill, pasando por Adam Smith y David Ricardo–; el elogio de la inexistencia del Estado –yendo más allá, incluso, que Hayek o Schumpeter–; la mitología de un elenco de premisas llenas de eslóganes –meritocracia, “quien quiere, puede”, cultura del esfuerzo desprovista de sus anclajes sociales–; y un enaltecimiento de la franja más rica de la población que, además, apenas debe pagar impuestos, franja que se opone a los inmigrantes, observados como consumidores pasivos de los bienes públicos. El contraste: ricos que se lo merecen todo; vulnerables que lo son por sí mismos. Darwinismo económico y social. Esta es la mochila que presenta Milei en el plano teórico en su acción de gobierno. Esta es la hoja de ruta que pregona a los cuatro vientos y que han comprado, con calurosos aplausos, las opciones más ultraconservadoras –en lo social– y ultraliberales –en lo económico– de España. Incluyendo no solo a formaciones políticas, sino igualmente a empresarios relevantes. Mensajes que, además, se licúan en buena parte de la Unión Europea, ante unos comicios que van a ser decisivos para el futuro comunitario.
Las propuestas prácticas de Milei, que algunos ven extensibles a España: dolor y terapia de choque. Esto es textual, junto a la política de la motosierra. Vayamos, como siempre, a los datos, que provienen en su mayor parte del INDEC (Instituto Nacional de Estadística y Censos de Argentina). Cuando Milei accede al poder, el 44% de la población argentina estaba en situación de pobreza; ahora, es el 60%. Salarios y pensiones congelados, desmantelamiento del escaso Estado del Bienestar –sanidad, educación–, factores que inciden en el consumo de alimentos esenciales como la leche o la carne, productos –sobre todo este último– destinados a la exportación con caídas enormes en el consumo local, desconocidas desde 1967, según las estadísticas oficiales. La situación de las empresas no es boyante: reducción de un 6,3% la producción industrial y del sector de la construcción, por la parálisis de las obras públicas. Seccionar la economía pública conduce a este caos, que es el que vive la sociedad argentina con otro calvario a cuestas: la inflación, que era del 211% a la llegada de Milei al poder, está ahora cerca del 180%, en variables interanuales. Los alimentos han cuatriplicado su valor; igual que la ropa u otros productos, con magnitudes que triplican o quintuplican su precio en pocos meses. El superávit fiscal del que presume Milei tiene causas técnicas: sigue manteniendo los impuestos a las capas medias y bajas de la población –ingresa–, pero ha recortado de manera draconiana los servicios sociales –gasta menos–. Un “cuadre” de cuentas con un coste social elevadísimo. El ejemplo argentino no es nuevo. Lo vimos en el Chile de Pinochet, con las recetas ultraliberales de Milton Friedman, admirado por el liberalismo español. Motosierra económica, desastre social.
Denostar lo público se ha radicalizado en los mensajes lanzados por el conservadurismo ideológico: solo lo privado es eficiente y patentiza mayores utilidades. En Argentina, se está ensayando un ejemplo drástico de desmantelamiento de lo público, recortado asignaciones presupuestarias a capítulos básicos como la sanidad, la educación, los servicios sociales y las inversiones. La economía de la motosierra agrada a muchos economistas y gobernantes, que se encuentran instalados en unos preceptos ideológicos dogmáticos que solo parecen ver en sus críticos y oponentes. Veremos los precipicios sociales.
La economía de mercado tiene costes. La pregunta clave es quién los asume. Aquí se establece una especie de “juego” entre la esfera pública y la privada. Esta última proclama las excelencias del mercado como institución eficiente para la fijación de precios. Pero el Estado acaba por ser una pieza determinante para los que buscan en las ubres públicas lo que ese mercado no les puede ofrecer. Mariana Mazucatto ha escrito un libro aleccionador sobre todo esto (El Estado emprendedor, RBA, Madrid 2011). Una reivindicación clara de la inversión pública como acicate básico que se acaba extendiendo al ámbito privado y, después, a la sociedad. Los triunfadores privados, los emprendedores, han accedido a fondos públicos esenciales para el funcionamiento de sus proyectos. Éstos, al final, han revertido en un beneficio limitado para el conjunto de la población, si bien la imagen que puede tenerse es la contraria. Datos: la capitalización bursátil de las cien empresas más ricas de Silicon Valley representa unos tres billones de dólares. Esto beneficia, sobre todo, a un grupo reducido de managers y altos directivos. En paralelo, según explica en un reciente trabajo Éloi Laurent Nuestras mitologías económicas, El Viejo Topo, Madrid 2017), California se empobrece: colegios y universidades públicas están en retroceso, y la especulación inmobiliaria se ha disparado y ha hecho crecer la pobreza.
Estos emprendedores tienen dos señas específicas: los impuestos y el recorte de salarios. La defensa a ultranza de la bajada de impuestos constituye un mantra pretendidamente demostrado por la teoría económica, a saber: reducir impuestos supone dinamizar la economía. A su vez, conceptos básicos como el de competitividad se acaba relacionando, tras la fraseología de rigor que trata de edulcorar la situación, con el control de los salarios. El corolario de esto es la desigualdad. La investigación económica abona esta perspectiva: la concesión del premio Nobel de Economía 2024 a tres historiadores económicos que han investigado sobre las diferentes causas en la disparidad del crecimiento económico, incluyendo la desigualdad como uno de los grandes telones de fondo, subraya la tesis de la inequidad en la distribución de la renta. La inversión pública es clave para revertir todo esto: una función esencial del sector público. Una muestra: la Gran Recesión se superó tras 29 trimestres; la crisis de la COVID, en 7. La causa de tal diferencia: las diferentes políticas económicas implementadas. El peso de la inversión pública.