República asediada
Pedro Sainz Rodríguez, que fue el primer ministro de Educación al inicio de la dictadura de Franco, publicó en 1978 un libro (Testimonios y recuerdos, Planeta, Barcelona), en el que expresa los, según él, intensos agravios que suponían las políticas de la Segunda República española, toda vez que “se obligaba a los terratenientes a roturar y cultivar sus tierras baldías, se protegía al trabajador de la agricultura tanto como al de la industria, se creaban escuelas laicas, se introducía el divorcio, se secularizaban los cementerios y pasaban los hospitales a depender directamente del Estado”. Sin duda, de ahí a tomar el Palacio de Invierno hay un paso.
Puede verse que frente al tópico de que España se hallaba ante una posible revolución, lo que se estaba planteando era otra cosa más inteligible. Del historiador económico Josep Fontana se acaba de publicar un libro póstumo, que recoge sus clases de doctorado impartidas en la Universitat Pompeu Fabra, sobre la República española, en el que, con una ingente actualización bibliográfica y una gran cantidad de documentación de primera mano, alumbra en casi seiscientas páginas el desarrollo de un proyecto que fue bombardeado desde el primer momento por las fuerzas reaccionarias (Josep Fontana, La República, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona 2025). Estamos ante una de las investigaciones más serias y rigurosas sobre el tema, tanto por su bagaje documental y archivístico, como por la bibliografía manejada. En este estudio se indica el propósito central de la República: la adopción de un régimen democrático que iniciara cambios y avances ya observados en otras naciones, con una clara radicalidad en su sentido etimológico. Ésta era, precisamente, incidir en la raíz de los problemas que arrastraba la sociedad y la economía española (analfabetismo, escasez de medidas sanitarias, dejadez por la cultura, problemas agrarios e industriales en donde el papel de los lobbies empresariales era intenso).
Y es que en 1931, con la proclamación de la Segunda República, las derechas iniciaron un agrio y violento proceso de descalificación hacia el nuevo régimen, surgido a raíz de unas elecciones municipales. “Gobierno ilegítimo”, “amenaza catalanista”, “régimen comunista”, “bolchevismo”, constituían algunos de los epítetos recurrentes que buscaban, desde los primeros días, desestabilizar al gobierno. En paralelo, se activaban otras herramientas, como el ruido de sables en las salas de banderas, con conexiones históricamente demostradas con empresarios y financieros. La Iglesia bendecía todo esto, aportando la pátina de una espiritualidad con claros intereses: el temor a perder prebendas jugosas, como el control de la educación, entre otras.
La tesis de la instauración de un gobierno ilegítimo que, en su fuero interno, perseguía la revolución comunista –en una etapa en la que el partido comunista era una formación con escasa representación– seducía a las capas sociales más poderosas: la visión falangista y filo-fascista conformaba el complejo ideológico, con referentes en la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Un entramado dispar que, ya desde los comienzos del gobierno republicano, azuzó la llamada a los generales africanistas para que dieran un golpe de Estado. Pero hasta su culmen, toda una estrategia golpista se expandió sin reparos: propagación de mentiras, boicots reiterados a la acción gubernamental –sobre todo entre 1931 y 1933–, exageración máxima de los supuestos peligros que acarreaban los avances que estaban cuajando –entre otros: la creación de plazas para siete mil maestros, la construcción de diecisiete mil escuelas, el desempeño de las misiones pedagógicas, y las tímidas propuestas de una reforma agraria nunca llevada a término en su totalidad, etc.–.
Una estrategia que se repite
Vayamos a la actualidad, sin olvidar lo expuesto. En 2018, tras una moción de censura, se articuló un gobierno progresista. Éste era inmediatamente calificado como “gobierno ilegítimo”, “socialcomunista”, “bolivariano”, con un diseño de comunicación que enarbolaba, sin tapujos, un procedimiento profundo de desgaste, de desestabilización del nuevo Ejecutivo. En tal contexto, a las dificultades objetivas como la irrupción de una pandemia, la erupción de un volcán, encarar las consecuencias de los acontecimientos en Cataluña, el estallido de una guerra en Europa, el repunte de la inflación, la letalidad de una riada descomunal en Valencia, un apagón generalizado, entre otros desafíos acaecidos en un margen temporal breve, se respondió desde el gobierno con más inversiones, ayudas, subvenciones, apoyos fiscales y de preservación de puestos de trabajo y normativas tendentes a restablecer puentes de diálogo e ir a una desinflamación, por ejemplo, de lo que estaba acaeciendo en Cataluña. La respuesta de las derechas en todos esos retos, algunos muy inesperados y que constituían problemas de Estado, fue la negación de cualquier soporte en situaciones extremas –el caso de la pandemia es ilustrativo al respecto–. Negativas plagadas de contra-informaciones auspiciadas sobre mentiras, exageraciones, tergiversaciones y deshumanización de cargos públicos. Algo muy parecido –aunque la rima sea, como es natural, imperfecta– a lo observado décadas antes, durante la República.
La hoja de ruta de las derechas tiene todos los ingredientes de un manual golpista (que, recordémoslo igualmente, se practicó durante el gobierno de Salvador Allende, en Chile, entre 1970 y 1973), aunque existen discrepancias –puede que con argumentos razonables– en cuanto a que esa calificación de golpismo pueda ser exagerada en la España de 2025. Pero los datos factuales no son inéditos: históricamente, los hemos visto en otras etapas del pasado. Idéntica jerga, igual connivencia entre los sectores más poderosos de la sociedad y de la economía, radicalización de los mensajes verbales queriendo presentar un estado caótico y casi comatoso del gobierno, acusaciones generalizadas de corrupción, etc.
Las coordenadas básicas alternativas de este portafolio del desequilibrio no se sustentan, sin embargo, sobre un proyecto concreto de gobierno: el único es desbancar como sea al existente, al que se considera, recordémoslo de nuevo, ilegítimo. No hay un programa básico, de cierto rigor, en economía, un terreno en el que no se va más allá de la prédica de bajar impuestos a los ricos y reducir el gasto público, junto a una tendencia evidente a privatizar servicios esenciales, como la sanidad y la educación. Se trata de batir los resortes básicos del Estado del Bienestar, esa pretensión que el otrora ministro franquista Sainz Rodríguez consideraba que era excesiva en sus formulaciones incipientes durante, esencialmente, el primer bienio republicano. Y por ello se justificaba la voladura del gobierno existente.
En efecto, quizás definir como “golpista” la situación actual sea una licencia excesiva, toda vez que no hay tanques ni infantería transitando por calles y campos, como sí los hubo en la España de 1936 o en el Chile de 1973. Pero la munición utilizada es ahora más porosa, más permeable, amparada en muchas ocasiones en el anonimato, en la mentira, en la manipulación más directa y efectiva: redes sociales, pseudo-medios de comunicación y, digámoslo claro, también medios de comunicación concretos reconocidos en el mercado.
Datos…y conclusión
Frente a declaraciones de una tendenciosidad anti-histórica por parte de dirigentes conservadores en relación a la República, la guerra civil y la situación socioeconómica actual –indicándose, por ejemplo, que es mejor un régimen dictatorial que uno democrático, por muchas críticas que éste genere–, los científicos sociales (historiadores, economistas, sociólogos, politólogos) debemos aportar variables contrastadas que ilustren sobre el desarrollo de los gobiernos a los que se cuestiona, sin prueba alguna, su legitimidad inicial. Ello no exime de realizar comentarios críticos hacia esos gobiernos, siempre con el rigor de los datos y la solidez de los argumentos; es decir, sin mentiras, bulos ni manipulaciones.
La República vivió una coyuntura internacional convulsa, con la crisis de 1929 como telón de fondo y el ascenso del nazismo y del fascismo en Europa. Para España, y centrándonos en el terreno económico, este contexto supuso una disminución de las exportaciones de hierro, vino, aceite y cítricos (con caídas a la mitad entre 1929 y 1935). La devaluación de la peseta, sin embargo, atenuó esa caída exportadora y dificultó las importaciones, lo cual ayudó a que el desequilibrio de la balanza comercial no fuera tan relevante. Se produjo, además, una reducción de las inversiones extranjeras e interiores (la inversión privada cayó a la mitad entre 1930 y 1932). Esto permite explicar la pérdida de producción de las industrias básicas, productoras de bienes de capital como la siderurgia. Esta situación se aviene con lo que estaba sucediendo en el mundo, a causa del crac de 1929. Ahora bien, dos indicadores en España funcionan en sentido contrario a lo que estaba acaeciendo a nivel internacional: la estabilidad de los precios (es decir, sin deflación, como sí sucedía en Estados Unidos y en buena parte de Europa, con caídas de los precios del orden del 25%), y el mantenimiento de la producción industrial global (incremento en la fabricación de bienes de consumo). Y un ligero pero claro aumento de la renta nacional, que se contrasta con el incremento del paro que, no obstante, tiene dimensiones inferiores a lo que se estaba observando tanto en Estados Unidos (con una tasa cercana al 30%) o Alemania (33%) (véase un panorama de conjunto en Pablo Martín Aceña, Ed., Pasado y presente. De la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, Fundación BBVA, Madrid, 2011).
¿Cómo explicar esta aparente paradoja? Fontana señala que un elemento central es que la nueva situación con la República implicó una mejora en la redistribución de la riqueza, como consecuencia del aumento de los salarios que hizo posible un nuevo clima social que facilitaba la actuación de los sindicatos. Esto aumentó la demanda de bienes de consumo y permitió mejorar la producción industrial de un importante conglomerado de empresas. Ahora bien, esta explicación se debe acompañar de otra: los aumentos salariales, las amenazas a la propiedad que implicaba una reforma agraria muy limitada (a tenor de las investigaciones más recientes sobre el tema; por ejemplo: Ricardo Robledo, Ed., Sombras del progreso. Las huellas de la historia agraria, Crítica, Barcelona), el miedo a una escalada revolucionaria –que cesó en 1933–, frenaron posibilidades de una transformación económica protagonizada por el sector privado, y le prepararon para enfrentarse a la República en 1936.
Regresemos a la actualidad. Los datos disponibles subrayan un avance incuestionable de la economía española, con tasas de crecimiento que cuadriplican las de la media de la Unión Europea, una potente generación de empleo –en la que ha resultado clave la población inmigrante–, incrementos en el salario mínimo y en las pensiones, inflación en la senda marcada por el Banco Central Europeo y fuerte desempeño de las exportaciones turísticas y de servicios no turísticos, denotando en este último caso un grado nada desdeñable de diversificación económica. La otra cara de la moneda: enormes dificultades en el acceso a la vivienda, transiciones en el campo de la energía, desigualdad y pobreza –con énfasis en la población infantil– y necesidad de una mayor profundización de las columnas esenciales del Estado del Bienestar. El contexto en el que se opera es de gran incertidumbre: política arancelaria de Estados Unidos, ralentización económica en Alemania y Francia, impactos de la guerra europea, avance de las opciones políticas de ultraderecha con evidentes sellos anti-europeístas. Y, como decíamos antes, con un agit-prop tendente a dibujar todo como entrópico, en estado casi terminal. Podríamos extendernos más en estos temas de economía española; pero ya hemos publicado otras entregas más detalladas sobre la cuestión.
Lo que interesa resaltar, en definitiva, es:
- Los ascensos al poder de opciones de izquierda han generado siempre, desde 1931, movimientos de desestabilización por parte del cosmos de las derechas: sucedió durante la República, con la llegada al gobierno de los socialistas en 1982, 2004 y, ahora 2018, con un ejecutivo progresista. De los tanques y las palabras flamígeras y falsas, a los argumentos distópicos sustentados en mentiras, tergiversaciones y bulos. El objetivo: hacer caer al gobierno de izquierdas por una vía que no es la electoral ni la parlamentaria.
- Esta estrategia sobre-inflama cualquier acontecimiento –sea éste grande o más modesto– con la idea central de maximizar negativamente las consecuencias. Las descalificaciones personales, los insultos, las manipulaciones y la deshumanización de individuos concretos, constituyen factores reiterados en diferentes períodos históricos.
- La República, en sus orígenes –otra cosa fue a raíz del estallido de la guerra–, no tenía como objetivo hacer una revolución social en el sentido que le estaban dando las derechas, los empresarios y la Iglesia. De hecho, la presencia de socialistas, comunistas y anarquistas en los gobiernos republicanos fue testimonial, y solo más acentuada a partir de 1936. La pretensión de la República era otra. En una coyuntura de renuncia de gobiernos democráticos europeos, España suponía una esperanza para todos los que entendían la amenaza que suponía el nazismo y el fascismo, y del riesgo que infería la tolerancia inconsciente de políticos que parecían minimizar la convivencia con dictaduras fascistas; y, conscientemente, bloqueaban e igualmente minimizaban las relaciones con un régimen radicalmente reformista, poco revolucionario como el de España. Este es el tópico a deshacer. “Es a nosotros a quienes defendemos cuando defendemos Madrid” (citado en el libro de Fontana) escribía Cecil Day Lewis, también conocido como Nicholas Blake, poeta británico que militó en las Brigadas Internacionales. La defensa de la democracia frente a la dictadura.
- Las hipérboles que estamos viendo hoy en día desde voceros de las derechas coinciden con lo que sabemos de esa fase de la historia contemporánea de España: la República, segada por la intransigencia, la incultura, la violencia y la pretensión de mantener el estado de postración, miseria y analfabetismo al conjunto de la población.
Es importante que sepamos que la Historia, en mayúsculas, no se repite; pero tiene rimas que no siempre son consonantes, aunque los parecidos y semblanzas pueden ser claramente observables. La experiencia de la República tiene otra lectura, más política, para las izquierdas de la España actual: la desunión perjudica al conjunto progresista, afianza el paso de las derechas, lamina nuevas posibilidades de cambio, de transformación. En tal sentido, el gran historiador Eric Hobsbawm decía que “la izquierda tiene el hábito de pelear más consigo misma que contra el enemigo”. Las izquierdas no pueden dividirse de forma irremediable por ideas, como también señaló en su momento el escritor Eduardo Galeano. Tener la razón antes que tener el poder es una vía que puede proporcionar una cierta –y falsa– tranquilidad de conciencia. Cambiar las cosas no es sencillo: requiere tiempo, esfuerzo, resolución de discrepancias, de enfados, de distanciamientos incluso. Pero se debe tener claro cuál es la alternativa, lo que se puede tener delante (lo que se tuvo en los años treinta en España, con consecuencias letales durante décadas) si se eluden los procesos de convivencia con las diferencias internas.