Barry Eichengreen, Hall of Mirrors. The Great Depression, the Great Recession, and the Uses –and Misuses– of History, Oxford University Press, Oxford-Nueva York, 2015, 512 páginas. ISBN 978 0 19 939200.
La Gran Recesión, la crisis económica más importante desde los años 1930, está generando un gran alud de bibliografía de desigual fractura. Ésta trata de analizar el proceso desde perspectivas aplicadas –a veces oportunistas– y con una visión muy coyuntural. Pero, en paralelo, se han prodigado obras que buscan en la Historia Económica constantes y recetas que ayuden a entender con más corrección qué está pasando en la Gran Recesión, con su contraste más genuino y apropiado: la Gran Depresión surgida a raíz de la caída de la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929. En tal sentido, trabajos como los de Nick Crafts han supuesto un reto inestimable para los historiadores económicos, que han podido comprobar cómo su disciplina puede ser de enorme utilidad en los problemas y retos actuales. Cuando el economista se mete en ese escenario, la coyuntura cede paso a la estructura, a una óptica mucho más certera de estudio, en la que las trayectorias decididas por las instituciones y los agentes económicos y sociales son más identificables y, sobre todo, cuentan con un factor clave, que el economista no debe descuidar: la experiencia. Es aquí donde despliega todo su poder explicativo la Historia Económica. Y esto es precisamente lo que trata de analizar en su libro el economista e historiador económico Barry Eichengreen.
El profesor Eichengreen explora si las lecciones derivadas de la crisis económica de los treinta se aplicaron adecuadamente a raíz de la Gran Recesión en América del Norte y Europa. El principal mensaje de este libro –en el que el lector encontrará además otros vericuetos que enlazan más directamente con la política– es el siguiente: aunque los políticos han aplicado algunas de las principales lecciones de la crisis anterior, sus esfuerzos no han ido lo suficientemente lejos en las medidas propuestas, de manera que se ha dado lugar a una tibia recuperación y, lo que es más importante, al riesgo de una crisis más profunda en el futuro. Un aviso para navegantes, que coloca a nuestro autor en un grupo de historiadores económicos y economistas críticos hacia la salida actual de la Gran Recesión. Eichengreen analiza causas y respuestas a cada crisis, e introduce en su relato la actuación de personajes principales y anécdotas para edulcorar temas que son ostensiblemente densos.
La Historia no se repite, dicen algunos. “Esto es distinto”, afirmaron otros ante el terremoto de la Gran Recesión. Ambos axiomas tratan de eludir responsabilidades claras para la disciplina de la Economía: su incapacidad de previsión tras experiencias ya conocidas y no tenidas en cuenta. Tales asertos han sido convincentemente rebatidos en trabajos de gran calado que, como los de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, tienen en la Historia Económica su principal piedra de toque, con corolarios claros: el pasado ayuda a entender el presente, de forma que pueden observarse condiciones y causas que, lejos de ser distintas a las actuales, riman mucho con ellas y ponen un énfasis preciso en un hecho que cuestiona la metodología económica actual: no todo está en los modelos matemáticos, ni en las regresiones que se derivan de ellos. La explicación convincente debe adoptar otras herramientas, un horizonte más holístico, con las armas del historiador económico como primordial ingenio desbrozador. Aquí, pensamiento económico y teoría económica se dan la mano, junto a los datos históricos. Esta es la base epistemológica de la aportación de Barry Eichengreen.
El libro de Eichengreen consta de cuatro partes y unas conclusiones, extendidas en quinientas largas y tupidas páginas. La primera parte fija el trayecto histórico y las condiciones que desembocaron en ambas crisis. El autor defiende que “la acumulación de vulnerabilidades [en la Gran Recesión] dio a luz a más de un parecido con la década de 1920”. De hecho, este año concreto es para el autor el gran punto de partido en su investigación. En los dos casos, las burbujas alimentaron la bomba: el auge del valor de la tierra en Florida en los años veinte y los préstamos hipotecarios y el auge de la vivienda en Estados Unidos y la Europa del sur en la crisis actual. Todo estuvo provocado por la estrategia de las instituciones financieras, que asumieron riesgos elevados en su búsqueda por mayores rentabilidades. Y esta propensión al riesgo se reforzó por la idea central de que partes significativas del sistema financiero eran excesivamente grandes y poderosas como para dejarlas caer. A su vez, la existencia de cambios fijos (derivados del patrón oro en la Gran Depresión; y del euro en la Gran Recesión) eliminaron salidas plausibles, como las devaluaciones. Las diferencias entre los dos sistemas eran claras: en 1930, era posible abandonar el patrón oro de forma unilateral, a partir de una decisión de legislatura; dejar el euro supone negociar esa huida con los socios de la Unión (algo que se está viendo ahora mismo con el proceso derivado del Brexit). La segunda parte del libro señala accidentes que definieron las dos crisis. Aquí los parecidos son también relevantes. Eichengreen denota su amplio conocimiento en la economías de los años treinta, especialmente el papel de las políticas comerciales de perfil proteccionista que perseguían arruinar al vecino, un fenómeno que apareció, nebuloso pero igualmente tangible, a raíz de 2007. Sin embargo, los actores actuaron ahora de forma distinta. Eichengreen alaba la posición de Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal –gran estudioso del crack de 1929–, en particular su planteamiento de aportar liquidez al sistema (un aspecto profusamente explicado por el propio Bernanke en su reciente libro de memorias sobre la crisis). Los resultados: el PIB mundial se redujo un 1% de media entre 2008-2014, mientras que en 1929-1932 lo hizo en un 15%. Este elogio a Bernanke no elimina críticas: pudo hacerse más –algo que Paul Krugman ha explicado con reiteración en sus artículos más divulgativos–, y el estímulo monetario debiera haber sido mucho más contundente antes del propio estallido de la recesión. En paralelo, la crítica es demoledora hacia las instituciones y los gobiernos europeos: el temor a la inflación –el fantasma de la hiperinflación germánica se ha convertido en la excusa perfecta para el Bundesbank, en su cruzada por avivar la mal llamada “austeridad expansiva”– paralizó la recuperación temprana de la Unión Europea, más atenta a la evolución de los precios –bajo el liderazgo alemán– que a la creación de empleo y el crecimiento económico.
Las dos últimas partes de la obra abordan las respuestas a las crisis. ¿Por qué diferían? ¿Qué más se podría haber hecho? Para responder a la primera pregunta, Eichengreen cree que los políticos aplicaron con éxito algunas de las principales lecciones extraídas de la Gran Depresión, especialmente la necesidad de una política monetaria flexible en tiempos de crisis. El autor indica que la Gran Depresión fue más grave que la Gran Recesión, y que algunas lecciones que se adoptaron se tuvieron en cuenta parcialmente; el desconocimiento no era, en tal sentido, un eximente: la creación del seguro de depósitos, la ley Glass-Steagall que separa la banca comercial y la de inversión, así como la formación de la Comisión de Valores, son factores adoptados que deberían haber sido mandatos claros y operativos antes de la Gran Recesión. A su vez, la creación de nuevas agencias reguladoras como la Oficina de Protección Financiera al Consumidor y el Consejo de Supervisión de Estabilidad Financiera, así como los nuevos requisitos para las agencias de calificación, las aseguradoras y bancos en la sombra de la ley Dodd-Frank Act de 2010, se dirigió tan sólo a partes limitadas del sistema financiero, tras largas deliberaciones legislativas y contenciosos. Falló aquí la experiencia acumulada, habida cuenta que desde los años 1980 se relajaron notablemente las normativas en el mundo financiero y, en cierta forma, se volvió al escenarios de la Belle Époque, bajo la asunción de que una nueva crisis profunda era impensable. Al mismo tiempo, la noción de que los ciclos económicos habían desaparecido impulsaba mayores flexibilizaciones en los operativos bancarios, a partir del avance imparable de los productos derivados. Todo bajo la estabilidad en los tipos de interés –muy bajos, a raíz de los atentados del 11 de septiembre–. Una bomba de relojería, con todos sus mecanismos activados. Y sin nadie que revisara sus dispositivos.
En términos de lo que se podría haber hecho en esta ocasión, Eichengreen es menos explícito. Esto refleja la tendencia de su libro, extenso en diagnósticos y limitado en recetas. Sostiene Eichengreen que las respuestas eran adecuadas, pero insuficientes. Pero no detalla cómo la Reserva Federal o el Banco Central Europeo podrían haber mejorado las políticas de estímulo más allá de compromisos retóricos (recuérdense las palabras de Mario Draghi, presidente del BCE: hacer “lo que sea necesario”, una frase célebre que condicionó la evolución en las primas de riesgo) para activar de nuevo las economías. Igualmente, el autor lamenta la reticencia de la Reserva Federal para rescatar a prestamistas en dificultades, y la falta de reformas regulatorias significativas en Estados Unidos, a pesar de la hostilidad del clima político norteamericano para este tipo de acciones. En el caso del BCE, la preocupación se centró –concluye Eichengrreen– más en los gobiernos que en los mercados: el banco se preocupó de aliviar la presión sobre aquéllos, más que en estimular el crecimiento económico. “Éste se convirtió en el enemigo”, remata nuestro autor. Siguiendo con sus respuestas, Eichengreen indica que los gobiernos de los años 1930 se dejaron tentar de nuevo por las políticas proteccionistas, guiados por dogmas económicos –una característica que se repite en el curso de la Gran Recesión, desde 2010–: cortaron el gasto público en el peor momento posible, obsesionados por mantener el patrón monetario y sus secuelas –equilibrio presupuestario, control de los endeudamientos, tipos de cambio fijos–. En 2008, la respuesta fue la expansión monetaria, como se ha dicho, y gracias a ello el declive productivo y de empleo, junto a las dislocaciones sociales, fue menor. Sin embargo, estas iniciativas de política económica no tuvieron resultados homogéneos: en Estados Unidos fueron mejores que en Europa. Aquí se cayó en una doble recesión, en una llamemos “renovación” de la crisis, a partir de 2011. No se ha llegado, en absoluto –a pesar de los cantos de sirena– a una vigorosa recuperación, como se había prometido tras anunciarse las medidas de austeridad. Esto es particularmente visible en Grecia y, en menor medida, en España, Italia y Portugal. Si entre 2008 –Eichengreen indica que el mercado de las hipotecas subprime se colapsa a mediados de 2007, de forma que la crisis se inicia en diciembre de ese año– y 2010 se adoptaron políticas de carácter keynesiano –una lección clara, aprendida de la Gran Depresión–, a partir de ese último año el giro se derechiza –la expresión es del propio Eichengreen– y se pasa a la austeridad más estricta: un renacimiento de las premisas del patrón oro, adobadas con los severos requerimientos derivados del Tratado de Maastricht para el caso de Europa. La Historia Económica, en tal contexto, conocía de recaídas: la de 1937 es la más subrayable. Estados Unidos venía de crecimientos del 8% entre 1933 y 1937 –tras el impacto del New Deal– y la retirada de estímulos hundió de nuevo la economía americana. Algo parecido se ve en las variables macroeconómicas entre 2007 y 2014 –que el propio Eichengreen ha tabulado con un programa comparativo entre la Gran Depresión y la Gran Recesión, de gran utilidad docente–. El PIB se recuperó entre 2008 y principios de 2010 –de hecho, salió de sus franjas negativas en prácticamente toda Europa y, por supuesto, en Estados Unidos–, pero se derrumbó de nuevo en la Unión Europea al retirarse los estímulos monetarios, que la Reserva Federal siguió manteniendo. Entre 2011 y 2013, la Europa periférica perdió mucho fuelle económico y, en el caso de Grecia, las consecuencias han sido letales. El mismo Fondo Monetario Internacional ha reconocido sus errores, y ha llegado a afirmar, en un reciente informe, que los recortes derivados de la política de austeridad aplicados en Grecia tenían como único objetivo devolver los capitales a los bancos franceses y alemanes. Un reconocimiento brutal, que enlaza con el que cometió la misma institución con su cálculo de los multiplicadores del gasto público, un trabajo firmado por Olivier Blanchard que se reveló erróneo, y que obligó igualmente a pedir disculpas. Pero el mal ya estaba hecho: la obstinación en el error, sin embargo, sigue.
El minucioso trabajo de Eichengreen enfatiza aspectos más concretos, que tienen una gran transcendencia actual, y que se recuperan en sus conclusiones. El autor es consciente de los grandes problemas que supone la contracción del gasto privado –tanto en la Gran Depresión como en la Gran Recesión–, de forma que aboga por un aumento del gasto público como factor que contrarreste. Esta tesis ha sido más aceptada por la economía académica en Estados Unidos, pero menos aplaudida en Europa, donde la austeridad ha dominado –y domina– la actuación de las instituciones económicas. Aquí reside una clave, según Eichengreen, del retraso en la recuperación europea, una realidad que ha sido destacada por economistas e historiadores económicos como Larry Summers, Paul de Growe, Kevin O’Rourke y Robert Mundell, entre otros, muchos de ellos provenientes de la economía más netamente liberal. Si a éstos añadimos las aportaciones de la economía heterodoxa, la nómina de críticas fundamentadas sería muy extensa. Aquí baste con citar el reciente libro de Anwar Shaikh sobre el capitalismo, un trabajo que es igualmente demoledor con las políticas de austeridad desplegadas en Europa. En este punto, la función del conocimiento histórico se revela, de nuevo, como fundamental: la visión de la crisis actual desde la conocida de los años 1930, puede explicarse porque los gestores públicos, como el propio Bernanke o Christina Romer –jefe de la asesoría económica del presidente Obama– estudiaron Historia Económica en sus trayectorias académicas. Esto permitió prevenir lo peor: la Reserva Federal proporcionó liquidez –no en los mismos términos y cantidades el BCE, en los primeros años de la Gran Recesión– y la extensión del crédito. La fluidez monetaria fue una respuesta adecuada, que contrasta con la cerrazón de los grifos financieros en los años 1930.
Bernanke y Romer conocían la Historia Económica y el pensamiento económico; pero no todos los policy makers sabían de las aportaciones de Friedman, Keynes o Polanyi, por citar tres gigantes económicos. Pero, a pesar de ese desconocimiento directo, las tesis de esos tres autores citados habían pasado de generación a generación para constituir, dice Eichengreen, “la norma de una narrativa histórica”. Esto es lo que no justifica que se actuara a ciegas, sin más referentes que la exuberancia irracional de los mercados, en palabras de Robert Shiller. En efecto, la falta de anticipaciones se repite en ambas crisis. En la Gran Recesión, esa irracionalidad a la que aludía antes impedía la posibilidad de prever una caída económica; esto también aconteció en la Gran Depresión. La inhabilidad de gobiernos y economistas fue clamorosa, y cegó una realidad de riesgos que se iban tejiendo en un marco de pretendida estabilidad en los felices años 1920 y en los tiempos de vino y rosas de los primeros años del siglo XXI. Mientras los economistas no aprendan que la Economía no se puede asimilar a la Física –con leyes más irrefutables– y que urgen más historiadores económicos que “modelizadores”, tal y como indica Bradford DeLong, resultará muy difícil hacer entender a los diferentes mainstream que hurgar y estudiar el pasado no es un ejercicio banal, sino todo lo contrario.
Una gran conclusión se desprende de esta importante aportación de Eichengreen, que el propio autor detalla: la crisis de la democracia, que muchos anticipaban con la previsible caída del euro –recuérdese que economistas como Lapavitsas o el exministro de Economía de Francia Arnaud Montebourg lo preconizaban–, no se ha producido. Los gobiernos que gestionaron las puntas álgidas de la crisis han caído, pero la democracia –insiste Eichengreen– ha sobrevivido. Esto es lo contrario que sucedió en los años 1930: la inestabilidad económica y social –al no existir las coberturas que hoy se encuentran presentes, en mayor o menor grado, en todos los países occidentales– cristalizó en una gran sacudida política que hundía sus raíces en las consecuencias del Tratado de Versalles, algo sobre lo que Keynes ya había advertido. Pero, a pesar de esto y en definitiva, Eichengreen argumenta convincentemente que la Gran Depresión y la Gran Recesión tienen claras similitudes: rimas que se repiten en la Historia, y que deberían ser de mayor utilidad para los actuales policy makers.