El proteccionismo económico: peligro en ciernes

El comercio mundial se ha reducido en 2016: un 1,7%. Las exportaciones de Estados Unidos y Asia han crecido muy poco: 0,7% y 0,3%, respectivamente; las europeas, mejor: 2,8%. A fines de 2016, existían en el mundo más de 2.000 medidas restrictivas al comercio, todo fruto de la Gran Recesión (fuente: Organización Mundial del Comercio). A esta fría realidad económica, debe sumarse la actitud del presidente Trump, gran instigador proteccionista: rechazo al TTIP (entre Estados Unidos y la Unión Europea) por razones bien diferentes a los críticos desde la izquierda, y al TPP (entre las naciones a ambas orillas del Pacífico). Súmenle a este coctel el Brexit, y tendrán la ecuación perfecta del proteccionismo económico: encerrarse en uno mismo, presentando el exterior como un peligro para la estabilidad del país.

En cada crisis importante del capitalismo, la protección económica nacional se ha privilegiado: arruinar al vecino; he aquí el corolario. A su vez, el tema está teniendo traslación política. De hecho, la elección de Trump y el avance de la extrema derecha europea obedecen en parte a esa lógica: ante las supuestas amenazas foráneas –población inmigrante que ocupa empleos y servicios–, se anteponen medidas tendentes a cierres parciales de fronteras. Todo vestido con un lenguaje populista que capta adeptos en sectores de las clases medias y, sobre todo, en amplias capas de la clase trabajadora. De aquí a subir aranceles hay un paso: te subo las cuotas de entrada a tus mercancías, porque mi país puede producir lo que tú nos suministras. La reciprocidad está servida, tal y como ya han anunciado algunas cancillerías asiáticas a las pretensiones norteamericanas de enfatizar esa frase lapidaria de Trump: “América, primero”. Este concepto tiene, además, otro componente más: uno de carácter racial y xenófobo que, para estos paranoicos neoconservadores, convierte a los no caucásicos en posibles espoletas del terrorismo. El delirio está servido, para consumo de las masas.

Pero este proteccionismo declarativo del mandatario norteamericano empieza a tener serios detractores: empresas tecnológicas han puesto ya severas reservas a las ideas de Trump. Esas empresas podrían perder un capital humano importante –ingenieros, informáticos, científicos–, por la sencilla razón de que tiene orígenes asiáticos, africanos y latinoamericanos. El anuncio de subidas arancelarias corre parejo a la advertencia de bajadas en los derechos humanos: éstos pueden sacrificarse –expulsando de facto a norteamericanos sin origen anglosajón– en aras del eslogan de Trump. La idea, de un patriotismo extremo, elimina cualquier atisbo de racionalidad. En ésta se abriga el proteccionismo económico que infiere la exclusión social. El fenómeno no es nuevo. Se vivió a raíz de la crisis de 1873, tras la Primera Guerra Mundial y después de la Gran Depresión, con resultados terribles. Se reedita ahora, una vez más. Ultraconservadores americanos, euroescépticos británicos, neofascistas europeos y algunos pancartistas de izquierdas –ignorantes de la historia económica–, se han apuntado a un carro que sólo ha aportado calamidades.

 

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