La universidad es un espacio de libertad del conocimiento. Un lugar de contraste, de ampliación de ideas, de análisis profundo, de encuentro de discrepancias y disidencias. Una alma mater en la que también se hallan miserias humanas, ineficiencias, egoísmos, deshonestidades. Pero sobre todo un ágora en el que, con todo eso, se genera Ciencia, con grandes avances y propuestas. Se fraguan conductas para el futuro. En la universidad, los colectivos que la integran (profesorado, personal de administración y servicios, estudiantes) trabajan en un proyecto conjunto: la formación superior. No hay mejor tiempo que el que trasciende en sus campus: en sus aulas, en sus pasillos, en sus bares, en sus organizaciones; fases que cristalizan en la consolidación de un conocimiento específico. Que cuajan, a su vez, en la génesis de una ciudadanía.
Años en la universidad permiten ver signos generales de identidad: el esfuerzo por superar materias, culminar trabajos fin de grado, obtener másters, iniciar doctorados, asistir en laboratorios, realizar postgrados, invertir horas en bibliotecas, archivos, bases de datos. Este es el meollo de la universidad. Es injusto que todo esto pueda ser cuestionado por ambiciones desprovistas de la más mínima ética, y que conductas corrosivas pongan en el mismo saco a todos aquellos colectivos enunciados más arriba.
La universidad en España tiene buenas credenciales, avaladas por indicadores que atañen la investigación y la docencia, que se han alcanzado a pesar del déficit de inversiones. Pero las partidas de investigación se han ejecutado en porcentajes muy bajos, según las liquidaciones de los PGE de los ejercicios más recientes. Y eso cuando jóvenes egresados e investigadores deben buscarse la vida fuera por falta de recursos, un dinero que no debe considerarse en absoluto un gasto. La UIB, en tal contexto, se configura como una buena universidad, según diferentes rankings (IVIE, Fundación del Banco de Santander): entre las seis primeras de España. En el famoso listado de Shangai, la UIB se ubica entre las 600 mejores universidades del mundo, sobre un universo de más de 6.000 evaluadas. Esto es posible gracias al trabajo del profesorado, del personal de administración y servicios, de los estudiantes. No se regala nada. Todo se obtiene a base de un esfuerzo muchas veces poco apreciado desde segmentos de la sociedad o de medios de comunicación. Esto acontece en otras actividades productivas, y debe subrayarse igualmente. Pero cuando se produce un atropello a la dignidad universitaria, como el que se ha gestado en la Universidad Juan Carlos I, con un reguero de mentiras y fraudes protagonizados por el propio rector, dos catedráticos, tres profesoras y una alumna inexistente a la que se otorgó un máster virtual, el delito de estos personajillos no puede salpicar, en modo alguno, la profesionalidad del resto de universitarios. El rector en cuestión y sus adláteres han de dimitir. La alumna, también; y serle retirado el máster. Y la Conferencia de Rectores debiera pronunciarse ya, inequívocamente: a favor de la universidad pública que forja nuestro capital humano.