Los vestales del liberalismo

Estado mínimo, reducción de impuestos, des-regularización de los mercados financieros, flexibilidad del mercado laboral, despido libre, libre circulación de capitales (pero no de personas)… Éstas son las premisas básicas ideológicas del neoliberalismo. Sus defensores subrayan las bondades de un sistema de estas características, capaz, dicen, de proporcionar un bienestar generalizado e, incluso, una reducción de las desigualdades. Una idea casi virginal de la actuación de los agentes económicos: todos trabajan con información simétrica en mercados abiertos, en igualdad de condiciones, sin cortapisa alguna por parte de los poderes públicos, observados como nefastos para el desempeño de la economía. Un individualismo a ultranza que debe apuntalarse sobre medidas de carácter más colectivo; la semblanza, por tanto, del hombre hecho a si mismo a costa del esfuerzo, del sacrificio y del egoísmo. Vemos versiones de tales preceptos en gobiernos de todo el mundo, con mayor o menor énfasis, con contradicciones flagrantes en la aplicación de tal recetario, todo al margen de los resultados, que se presuponen siempre positivos. Son los vestales del liberalismo. Pero con últimos acontecimientos que contrapuntean todo ese bagaje: el retorno de Grecia a la “normalidad” presidida por los mercados, con la aplicación estricta de un luteranismo económico que, se indica, ha devuelto la bondad del crecimiento económico. Esto es cierto; pero también lo es que las durísimas medidas impuestas a Grecia han significado la pérdida de riqueza del orden del 25%, la pérdida de la capacidad adquisitiva de las pensiones, el aumento del paro, los problemas de futuro para los jóvenes. Un resultado pírrico, avalado, eso sí, por las hojas de cálculo.

Los apóstoles de estos programas tienen referentes teóricos potentes, que todo economista debe conocer: premios Nobel de Economía y profesionales influyentes en cátedras universitarias y medios de comunicación. La escuela austríaca –Von Misses, Hayek– serían los profetas esenciales –Schumpeter es otra cosa: su realismo chocó mucho con los apologetas del mercado–, seguidos muy de cerca por Milton Friedman y la poderosa escuela de Chicago. Pero la visión más liberal de la economía remite, igualmente, a la economía clásica: aquí se invoca de forma recurrente a Adam Smith y David Hume y, en una escala menor, a David Ricardo (en tal aspecto, es muy recomendable la lectura del reciente trabajo de Dennis C. Rasmussen, El infiel y el profesor, Arpa Ideas, Barcelona, 2018). La riqueza de las naciones es un libro de cabecera, del que se extraen aquellos párrafos que se presumen elocuentes para defender las prácticas que se desarrollan: librecambio, división del trabajo, mano invisible que regula los mercados, egoísmo acendrado de los agentes. Pero nulas referencias a algo que tenga que ver con comportamientos éticos o morales, aspectos ambos que sí preocuparon mucho a Adam Smith –e igualmente a Hume–, pero que se omiten de manera deliberada.

Debe recordarse que Adam Smith publicó dos libros clave: La teoría de los sentimientos morales y La riqueza de las naciones, por este orden. El primero, poco citado en las Facultades de Economía, e ignorado por los próceres del mainstream, se adentra en los principios de la moral: la moralidad, dice Smith, deriva de los sentimientos más que de la razón. Y en tal contexto cita cuatro elementos esenciales en su teoría moral: la simpatía, la utilidad, la justicia y la religión. Baste con exponer que el economista escocés es contrario a las premisas de Thomas Hobbes y Bernard Mandeville, en el sentido de que todos los actos, todos los sentimientos, se explican mediante el egoísmo. He aquí un factor clave que se arrincona sistemáticamente cuando se presenta a Adam Smith: el egoísmo del tendero –que siempre se antepone cuando se explica esto– tiene este importante contrapunto. Y a éste debe añadirse otro central: la justicia. Ésta, escribe el escocés, es la única virtud indispensable para el sustento de la sociedad. Aquí se alinea con claridad con Hume: la justicia es el armazón sin el que todas las piezas caerían al suelo. En La riqueza de las naciones, Smith incide con mayor profundidad económica en estos temas. Y profundiza en la importancia del comercio y de la división del trabajo. En el primer caso, como disolución de las sociedades feudales; pero en el segundo su visión no es tan edulcorada como sus seguidores han presentado. De hecho, indica que tener a una persona haciendo el mismo trabajo durante muchas horas (y aquí se suele citar el ejemplo de la fábrica de agujas), puede convertirle –y cito textualmente– en “alguien perfectamente estúpido e ignorante (…) la torpeza de su mente le hace incapaz no solo de disfrutar o ser parte de una conversación racional, sino de concebir cualquier sentimiento generoso, noble o tierno”. Aquí aparece entonces un elemento que suele obviarse cuando se remite a Smith: el papel del gobierno. El gran economista argumenta que el gobierno puede paliar este problema por medio de la educación obligatoria sufragada por el Estado, pensada especialmente para los colectivos más vulnerables. Pero, además, la tesis del escocés no acaba en este punto: la sociedad comercial, rubrica, tiende a crear desigualdades económicas a veces insalvables. Dejemos que él hable: “siempre que haya mucho patrimonio, habrá una gran desigualdad (…) la opulencia de unos pocos presupone la indigencia de otros muchos (…) la distribución justa y equitativa nunca ha existido (…) los que más trabajan son los que menos reciben (…) y el trabajador pobre sostiene, por así decirlo, la estructura de toda la sociedad”.

Pueden anotarse más citas tendentes a “moralizar” la actividad económica, y ponderar de manera profunda las epidérmicas visiones que algunos liberales arguyen. Esta tendencia a la moralidad también llevó a Smith a proclamar la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado, algo que ahora puede parecer normal, pero que no lo era en absoluto en 1776, cuando vio la luz La riqueza de las naciones. La corrección de todas esas dislocaciones económicas y sociales deben ser asumidas por los gobiernos, según Smith. Y esto es lo que sus falsos conocedores no aceptan, desde el momento en que la pátina ideológica acaba por impregnar completamente toda la acción de la política pública. Esto no es punible. La ideología es consustancial al economista, aunque la disimule. Pero lo que insulta la inteligencia es hacer creer que una parte es ciencia –la que defiende sin crítica alguna las virtudes de los mercados sin ningún tipo de regulaciones– frente a la superchería o la charlatanería, que se atribuye a los que, invocando precisamente a aquellos grandes autores que parecen constituir la cabecera del liberalismo presente, defienden que en economía los principios morales son tan importantes –o más– que los racionales. Y que aquellos economistas morales no dijeron, exactamente, lo que se dice que dijeron.

¿Cómo llegar hasta hoy, desde el siglo XVIII? Cuando se leen declaraciones impetuosas sobre la necesidad de reducir impuestos, contraer la función de los gobiernos –que, se asegura, sólo se meten en la economía para entorpecerla–, incluso generar cierres de fronteras o poner altos aranceles a productos externos, ideas que hemos visto en el presidente de los Estados Unidos, en mandatarios europeos y en dirigentes políticos españoles, deberíamos remitir a estos ignorantes –o, peor aún, a estas personas guiadas por la ruindad– a los clásicos. Si se atreven: que los lean, que los sistematicen, que traten de entenderlos sin manipularlos. Y que no traten de engañarnos haciendo uso en vano de sus palabras.

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