Resultados del Consejo de Ministros en Barcelona, 21 de diciembre 2018: subida del salario mínimo hasta 900 euros (incremento del 22%, el mayor desde 1976); aumento del sueldo a los funcionarios (2,25%, que puede llegar hasta el 2,75%), hecho que afecta a unos 2,5 millones de personas; licitación de contratos por valor de 112 millones de euros para la conservación de carreteras del Estado en Catalunya; condena del juicio a Lluís Companys, fusilado (asesinado) tras un proceso injusto e ilegítimo; reconocimiento a Josep Tarradellas con la decisión de poner su nombre al aeropuerto del Prat. Cinco decisiones, tres de contenido netamente económico y dos que representan signos inequívocos de acercamiento a la Generalitat. Se puede minimizar todo esto, como se ha hecho, calificándolo como cosmético o como una vía para alcanzar un acuerdo presupuestario con los independentistas. Pero no cabe duda que, si tan sólo hacemos una lectura meramente económica –que no debiera ser la única–, estamos hablando de un bloque económico muy potente, de alto contenido presupuestario, de gran transcendencia social: el aumento de la capacidad adquisitiva de una parte nada desdeñable de la población española (incluida, por supuesto, la catalana). Sólo estas dos medidas ya invalidan el aserto de la superficialidad del encuentro en Barcelona.
Pero si, además, sumamos los aspectos políticos vinculados más directamente a Catalunya, el resultado es igualmente importante: los dos acuerdos sobre los presidents Companys y Tarradellas, junto a las reuniones de Sánchez y Torra y sus respectivos equipos, indican una vía más nítida en la resolución del gran desencuentro entre Madrid y Barcelona. Moncloa ha abierto una senda de diálogo, de política estricta frente a la batería torticera y muy interesada de la crispación y la violencia verbal, que representa seguir con una de las estrategias de acuerdos y encuentros generados durante la transición democrática. Hablar para convencer desde el disenso, y para llegar a puntos comunes que faciliten la convivencia: el establecimiento de puentes sin dinamitas que los acaben volando. Este es el camino que está desbrozando una idea de audacia política. Frente a esto, los mensajes apocalípticos siguen, sin tregua. Sin el más mínimo sentido de Estado, como si establecer reuniones de trabajo o de intercambio de opiniones entre las distintas partes del Estado –el gobierno central y el de la Generalitat son Estado– fuera un acto de traición o de complacencia ante las premisas independentistas. La responsabilidad radica en encontrar vías de entendimiento en sociedades democráticas, máxime cuando la formación de éstas –tal es el caso español– ha comportado renuncias, sacrificios, cesiones…y consensos. La irresponsabilidad estriba, ahora mismo, en lanzar soflamas pretendidamente patrióticas, envueltas en trapos y mástiles, con verbos ácidos y corrosivos buscando votos más que soluciones. Quienes están actuando así deberían explicar cómo encajar, sin atropellos, sociedades divididas, con problemas arrastrados, sin alterar una convivencia que esa insensatez está avivando. Porque los gritos generan monstruos.