Impuestos necesarios para el Estado del Bienestar

¿Hay márgenes para una política fiscal progresiva? Impuestos ¿para qué? Estas dos preguntas son las que se suelen cocer en las cocinas de los partidos políticos ante campañas electorales. Para unos, los más liberales y conservadores –calificaciones que suelen ir unidas– la idea esencial es reducir el papel del Estado y poner el dinero en manos de los individuos, un axioma que se enlaza con esto, con la decisión individual, con una libertad que se presume generalizada pero que, en realidad, afecta a menos gente. Además, se argumenta, desde el mainstream académico y las formaciones políticas conservadoras, que incrementar los impuestos acabará por rebajar la recaudación y desincentivará las inversiones. Pero la realidad histórica no dice exactamente esto: la curva de Laffer no se cumple y, además, genera un aumento del déficit público, desde el momento en que la contracción impositiva a los más ricos viene acompañada de un incremento de gasto público en áreas no sociales (industria bélica, por ejemplo). Pero además existen experiencias fiscales exitosas –no redujeron el crecimiento económico ni la recaudación– en fases históricas muy recientes. Por ejemplo, en Estados Unidos se aplicaron tipos fiscales máximos de entre el 65% y el 90% para las rentas más elevadas durante las década de 1930-1970, es decir, desde Roosevelt hasta Nixon.

En países como el Reino Unido, Alemania o Francia, los tipos máximos superaron el 50%, llegando a más del 90% en el Reino Unido entre las décadas de 1940 y 1980, según los trabajos de Thomas Piketty. En la actualidad, Suecia tiene un porcentaje entorno al 70% en rentas superiores a los 100.000 euros. El punto de inflexión de todo esto fue la irrupción de la llamada “revolución conservadora”, con Reagan y Thatcher como protagonistas, sustentada, entre otros aspectos, sobre una contracción de impuestos a los más ricos. No es extraño que, con estas informaciones, una congresista norteamericana por Nueva York, de origen latino, Alexandria Ocasio, haya propuesto elevar los tipos fiscales en Estados Unidos hasta el 70%, en rentas superiores, con el objetivo de que los recursos recaudados se destinen a luchar contra el cambio climático.

La reducción en la recaudación impositiva por parte de los Estados impacta sobre las actuaciones en políticas públicas. En tal sentido, pobreza y desigualdad parecen, haber aumentado, a tenor de los datos de Oxfam Intermón, y a pesar de los contrastes que pueden verse en trabajos muy recientes, que defienden todo lo contrario, como el libro de Steven Pinker, una defensa cerrada de los principios de la Ilustración, pero que desoye trabajos muy potentes que cuestionan las visiones más optimistas que Pinker traslada. A parte de los trabajos de Amartya Sen, Branko Milanovic y otros economistas y sociólogos, que redundan en la idea de una mayor desigualdad, las cifras aportadas por Oxfam son elocuentes: los multimillonarios vieron incrementar su fortuna un 12% en 2018, mientras la renta del cincuenta por ciento de los más pobres se contrajo un porcentaje similar, el 11%. Hay una clara base fiscal, a parte de severos problemas redistributivos, que explican estos datos. Según Oxfam, las naciones más desfavorecidas pierden 170 mil millones de dólares cada año, de media, por las evasiones fiscales de las grandes firmas y de las fortunas más poderosas. Todo ello infiere una penalización tremenda sobre los servicios públicos, en un proceso descontrolado de opacidad fiscal y salida de flujos monetarios hacia países fiscales, como han demostrado las investigaciones de Gabriel Zucman. Para que nos hagamos una idea: la ayuda oficial al desarrollo de la UE fue de unos 75.000 millones de dólares (el dato proviene de la OCDE), lo que indica que la evasión fiscal antes apuntada duplica las ayudas oficiales totales de la UE al desarrollo. Zucman advierte que más del 5% del patrimonio financiero de los europeos está escondido en las cajas de seguridad de bancos suizos. Estamos hablando de 1,8 billones de euros (datos de 2013). A esto deben añadirse 5,8 billones de euros que se hallan parapetados en paraísos fiscales. A todas las cifras expuestas le sumamos otra más, proporcionada por Zucman: el coste mundial del secreto bancario se eleva a 130 mil millones de euros en todo el mundo. Ese dinero debería haber sido declarado sobre una base imponible de aquellos 5,8 billones de euros. Tenemos aquí: fraude en impuestos sobre la renta, impuesto de sucesiones e impuestos sobre el patrimonio. Estas tres figuras fiscales son las que piensan eliminar o menoscabar los partidos de derechas en España, siguiendo la estela del neoliberalismo más acendrado que se ha instalado.

Esto guarda una relación directa con las disparidades de renta existentes y, evidentemente, con la total falta de ética empresarial y personal. En el caso de España, las conclusiones son también aparatosas: las retribuciones más elevadas que se están pagando a altos directivos en empresas del Ibex35 son abismales en relación a las devengadas a sus empleados, toda vez que aquéllos ganan casi 100 veces más (con cifras que van desde los 2 millones de euros hasta los 22 millones de euros…¡al año!), según datos de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. El dato revela, en la misma línea que los expuestos por el estudio de Oxfam o las investigaciones de Zucman, la disparidad salarial y de rentas en la que estamos instalados. Pero además, y tomando como referencia el ejemplo de España, esas cifras retrotraen la disparidad salarial a épocas todavía más pretéritas. Los trabajos del Global Price and Income History Group, un prestigioso equipo de economistas e historiadores económicos dirigidos por Peter Lindert, de la Universidad de California, delatan que un senador de la Roma imperial (año 14 después de Cristo) ganaba cien veces más que la retribución media de la época (https://gpih.ucdavis.edu/Distribution.htm). La misma diferencia que se observa en las empresas españolas más importantes que cotizan en Bolsa, y que suponen un porcentaje nada desdeñable del PIB nacional: 54,3%.

España conoce un crecimiento económico muy próximo al 3 por ciento anual y un incremento constatable de los ingresos tributarios. Esto no debiera hacernos perder de vista que ese positivo escenario esta sujeto a diferentes aspectos. Unos, derivados de la evolución de los precios de la energía y de los tipos de interés a nivel internacional; otro, que contrasta la menor presión fiscal de España con la existente en la Unión Europea, de manera que existen más recorrido al respecto. Pero, al mismo tiempo, la mayor capacidad recaudatoria es un factor que justifica sin duda nuevas asignaciones en los recursos públicos. La transferencia de rentas hacia los sectores sociales más vulnerables constituye un elemento a considerar. La adopción de un impuesto negativo no parece una mala salida: un umbral de pobreza cifrado entorno a los 5.300 euros anuales, supone un llamamiento para hacer posible una asignación de recursos hacia los sectores que viven tal situación, recursos cuya evaluación debe concretarse con precisión (unos 6.000 millones de euros anuales). Eliminar la pobreza severa se traduce así en un objetivo estratégico. La política fiscal representaría la herramienta. Tres aspectos emergen entonces:

  • La importancia de incidir sobre una subida salarial, que pasa necesariamente por el aumento del salario mínimo interprofesional;
  • Considerar de manera efectiva –y no sólo retórica– la productividad y la inflación como vectores a tener en cuenta para la fijación salarial;
  • La estrategia por derogar la reforma laboral, que ha consolidado precisamente la precariedad contractual, ha incidido en la permanencia del paro juvenil y ha facilitado, sobre todo, la acción de las patronales en flexibilizar, negativamente para la calidad de empleo, los componentes del mercado de trabajo.

En estas coordenadas, describir políticas progresistas desde el lado de la oferta no abunda en un factor substancial: la procedencia de los recursos públicos para hacerlas posibles. El enlace de tal aserto con lo que se ha expuesto más arriba supone pensar en una política fiscal que sea, efectivamente, progresiva. E, igualmente, activar nuevas propuestas de fiscalidad ambiental, más acordes con los graves problemas de externalidades que existen hoy en día; a su vez, recuperar el impuesto sobre el patrimonio conforma otra pieza que debiera ser considerada. Al mismo tiempo, indicar que el potencial de la economía sólo se afecta a través de políticas de oferta supone una idea subyacente: la del funcionamiento perfecto de los mercados, en los que las rigideces y los efectos histéresis no juegan papel alguno. Como si los años de austeridad no hubiesen deprimido la demanda, con efectos duraderos y estructurales sobre la capacidad de crecimiento, incluso después de ser retiradas las medidas contractivas. En conclusión: una política fiscal activa y expansiva tiene la capacidad de aumentar el stock de capital y, por tanto, contribuye a mejorar la productividad y la tendencia del crecimiento.

En España, según Andreu Missé, el deterioro económico de la última década ha supuesto que el 26,7% de la población española se encuentre en riesgo de exclusión social. El economista citado utiliza datos de EUROSTAT. Estamos hablando de unos 12 millones de personas, hecho que se traduce en impactos graves sobre la salud, tal y como indica Missé: la diferencia de esperanza de vida de las personas entre los barrios más ricos y más pobres de Barcelona llega a 11 años, y en Madrid a 7 años. Estos datos difieren poco de las investigaciones más recientes desarrolladas en el campo de la historia económica, aplicadas a las regiones de España en los siglos XIX y XX.

Los dogmas neoliberales son los que se han instalado sin apenas resistencias por parte de la socialdemocracia europea. Pero la socialdemocracia no tiene porqué inventar la pólvora sorda, ni nuevos relatos que traten de enardecer a las masas. Sería suficiente con que recuperara sus viejos idearios de justicia, democracia y equidad que dejó en el desván, a fuerza de ponerse los ropajes de un neoliberalismo que cantaba las excelencias de los grupos de individuos buscando su propio provecho, mientras el Estado debía cubrir los trabajos de Defensa y orden, y poco más. El resto: ¡al mercado! Cuando hoy en día se escriben reflexiones profundas sobre la crisis de la socialdemocracia y la pérdida de sus señas de identidad, es importante subrayar que la clave radica en ese pasado –el que conformó el Estado del Bienestar– más que en un futuro que no sabemos descifrar, porque es imposible. El desarrollo capitalista está comportando nuevos retos: las dislocaciones ecológicas, el envejecimiento de la sociedad, el incremento del paro juvenil, la mayor inserción de la mujer en los mercados de trabajo, la nanotecnología, la automatización productiva, elementos que dibujan los desafíos de la nueva revolución industrial. Aquí los hilados son nuevos, pero la acción de tejer debería recordar cómo se hizo antes: con qué premisas, con cuáles objetivos, sobre qué ideario. La socialdemocracia tiene experiencia histórica, aportaciones teóricas, ejemplos prácticos y recorridos identificables que no tiene el neoliberalismo. Pero éste aparece como universal y perenne. La economía liberal que escribieron Smith, Ricardo, Mill y otros, y que perfeccionaron con obras magistrales Jevons y Marshall, hasta culminar en Keynes, tiene poco que ver con el neoliberalismo que consolida su omnímodo poder en el grueso del pensamiento económico actual. La fortaleza teórica de la socialdemocracia es, a mi entender, clara. El problema es que los socialdemócratas deben creerlo, a partir de la visión histórica y de la adopción de esos nuevos retos a los que me refería.

La llegada al poder de Donald Trump abre un nuevo período, que algunos ya califican en tono apocalíptico. Pero Trump y su ideario son más de lo mismo: neoliberalismo en estado puro, todavía más intenso que sus predecesores. Y, a su vez, emergen los neopopulismos europeos. Este desastre debiera ser un acicate para la socialdemocracia, con un lenguaje de clase que se ha perdido en aras de una mixtificación ideológica y social que ha despojado de referencias identificables. Porque es esta socialdemocracia, en contraste con el neoliberalismo, la más legitimada históricamente para desarrollar un programa de transformación en estas aguas procelosas del siglo XXI. Porque tiene la experiencia, el recorrido y, sobre todo, la ideología que la caracterizó como fuerza inequívoca del cambio social.

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