Crisis: es la hora de la inversión

La situación económica de la Unión Europea es delicada. Vamos conociendo datos desagregados: recesión técnica en Alemania, con caídas del PIB en tasas negativas los dos últimos trimestres; dificultades en Francia e Italia; e incertidumbre en Gran Bretaña. La inflación, bajo mínimos, signo claro de que la demanda no está tirando del consumo y de la inversión. Mario Draghi lo ha entendido y ha puesto en marcha nuevas medidas de choque, de forma que está actuando como se espera de un Banco Central: su capacidad para inyectar dinero, plasma balsámico, a las venas de la economía, comprando deuda y colocando los tipos de interés a niveles negativos. Desestimulando, en suma, la custodia de pasivos de otros bancos, para que drenen su capacidad crediticia innegable hacia los mercados. Bien por Mario.

Pero eso no basta, tal y como venimos diciendo desde hace años. Urgen políticas fiscales, de estímulo más directo, y deben ser generosas: un retorno a un keynesianismo siempre denostado, pero al que se recurre cuando los bastos que se pintan son cada vez más duros. Los gobiernos deberían establecer políticas de inversión –aunque ello infiera incrementos en la deuda, ese va a ser después un problema que debiera abordarse– para complementar las acciones en política monetaria. Importantes economistas liberales –Blanchard, Summers, Krugman, DeLong, entre otras primeras figuras–, junto a nombres tan poco sospechosos como Christine Lagarde, abogan de forma clara por activar las palancas públicas de la inversión, desde los gobiernos. Sólo la ortodoxia ordocapitalista se opone a estos planes, y parece insistir en austericidios, una vía de desastre total. Vean datos agregados: inflación muy por debajo del 2%, crecimiento económico que a duras penas llega al 1,5% en la Eurozona y reducción limitada de la tasa de paro. La radiografía de un fracaso.

Es la hora de los gobiernos, también del de España, que debería articularse ya para aportar seguridad institucional. Es la hora, en definitiva, de la Política. Y ésta debe traducirse en programas incluso agresivos de inversiones públicas, canalizadas esencialmente hacia aquellas actividades e infraestructuras que corrijan los efectos del cambio climático (uno de los grandes retos presentes) y que, a su vez, estimulen asignaciones de recursos a los mundos educativo y productivo para acarar la quinta gran revolución tecnológica en la que estamos insertos (que se reconoce también como industria4.0).

Para alcanzar esto, deben producirse cambios esenciales. El primero, el más importante, es eliminar las partidas de inversión en los cómputos de los déficits públicos. En un reciente trabajo, Olivier Blanchard y Daniel Leigh, han demostrado que el efecto multiplicador de un euro de inversión pública sobre el mercado llega hasta más de dos euros de retorno. Y en una contribución de J. Bradford DeLong y Lawrence H. Summers se defiende la expansión fiscal para capacitar la financiación de la deuda y, a su vez, reducir el déficit: es el incremento transitorio del gasto público para recuperar la economía, ante el agotamiento de las herramientas tradicionales en la política monetaria.

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