Paul de Grawve, de London School of Economics; Joseph Stiglitz, de Columbia University; Robert Kuttner, de Universidad de Brandeis; y todo un elenco de economistas en todo el mundo braman por un objetivo: la necesidad urgente de que la Unión Europea emita eurobonos. Es decir, que mutualice la deuda europea, atendiendo a que los impactos de la crisis son simétricos: no hay un país responsable. La reacción europea, con el anuncio de medidas, ha sido rápida. Se han comunicado estímulos monetarios y fiscales de gran envergadura: superan el billón de euros. Falta la metodología: cómo hacer llegar el dinero propuesto a la población, qué mecanismos utilizar. La actuación de los bancos centrales estará evitando una crisis de deuda soberana, al mantener estables los bajos tipos de interés y, por tanto, esquivar especulaciones en primas de riesgo. En este contexto, aumentar la oferta monetaria es una vía. Ya se utilizó al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando incrementó, entre 1958 y 1970, más de un 10% anual en Alemania, Italia y Japón y cerca de un 8% en Francia. Esto no generó inflación, ni tampoco tendría porqué hacerlo ahora por una razón: la economía se encuentra por debajo de su potencial de crecimiento, en un escenario en el que algunos auguran caídas enormes en los beneficios empresariales. Golddam Sachs, por ejemplo, aventura un desplome de ganancias para las empresas europeas del orden del 45% para 2020.
Ante esto, queda claro que hace falta que el dinero anunciado fluya, se transfiera a sus destinatarios, empresas y familias, para no dislocar ni la producción ni el consumo. Podemos discutir si el modelo de crecimiento debe cambiarse o no, y es interesante hacerlo. Pero lo urgente, lo inmediato, es que la sangre y las plaquetas lleguen al enfermo. Que tras vencer la curva de la pandemia –esto es prioritario, por encima de cualquier otra consideración– se abra gradualmente el tejido productivo. Pero para que esto último sea así, urge la canalización ágil del dinero. Alemania, en tal sentido, está destinando más del 4% de su PIB a estimular el gasto público urgente; hasta Estados Unidos lo hace, con más del 5%. Un keynesianismo práctico ha vuelto, lo que demuestra que ante situaciones críticas y amenazas de una nueva gran depresión, las medidas de siempre, la austeridad expansiva, no sirven.
Los economistas citados al principio no son disidentes, ni heterodoxos: la mayor parte de ellos provienen del liberalismo económico. Pero han acabado por reconocer que ese liberalismo no sirve para atajar los graves problemas que tenemos y que deberemos encarar con crisis climáticas en el futuro. Los mercados, por si mismos, no evalúan todos los riesgos del mañana: el desmantelamiento sanitario en regiones –como algunas españolas– y países –como en Estados Unidos– revela que ese camino crematístico es corrosivo, letal. Europa debe aprender de las lecciones de crisis precedentes. Y un corolario irrebatible es que facilitar la recuperación de sus integrantes va a favorecer a todos: a los ricos y a los que lo son menos. Al Norte y al Sur. Por eso: dejémonos de rodeos y activemos la llegada del dinero a quienes más lo necesitan.