La economía es una disciplina a la que se le suele exigir que augure el futuro. Esto hace que los economistas, de tanto en tanto, seamos consultados para que opinemos sobre cómo vemos el desarrollo más inmediato del crecimiento económico, cuándo pensamos que se saldrá de la crisis, si la inflación persistirá o si la temporada turística será positiva, por poner algunos ejemplos de posibles prospectivas. Nuestra posibilidad de error es muy elevada y, de hecho, la mayoría de las veces nos equivocamos en nuestras previsiones. Ahora, en este comienzo de año, se nos inquiere para que aventuremos cómo va a ser 2022. Lo más sensato es acogerse a la situación objetiva de incertidumbre, baqueteada por la evolución del virus: esta es la vía de la cautela, de la precaución. Aconsejable. Pero hay colegas –y los políticos a quienes asesoran– que lo tienen claro, y que anuncian, de entrada, triunfos electorales. Y, de manera reiterada, subrayan un mantra inamovible: también en el futuro más próximo, tras esas victorias en comicios diversos, la bajada de impuestos va a resolver todos los problemas que, ellos, adivinan y que nosotros, pobres mortales, no acertamos a diagnosticar.
Una vez más –y van…–, los sectores más conservadores de la sociedad y sus economistas de cabecera sustentan sus discursos económicos sobre sendos pilares: la reducción impositiva y la liberalización de los factores productivos. Ambos elementos han sido ensayados en múltiples ocasiones, con resultados harto negativos: Estados Unidos, Gran Bretaña, Chile…y también en España. El espejismo del crecimiento momentáneo puede deslumbrar de sus consecuencias a medio plazo. En los países citados –que no son los únicos–, esa política económica, pretendidamente infalible, conmocionó la sociedad con el aumento de la desigualdad y, a su vez, impulsó fuertes desequilibrios macroeconómicos. La bibliografía sobre esto es ya abundante, y proviene de esferas ideológicas que no siempre son de izquierdas: de gente que lee los números y los analiza. Pero el neoliberalismo pertinaz sigue en sus trece, ajeno a las evidencias: el futuro se dibuja con claridad con esas recetas sencillas, mediáticas, que llegan a la población. Reducir los impuestos y ser más flexibles –esto es: abogar por una mayor libertad– son los argumentos que se están escuchando a través de declaraciones de dirigentes políticos conservadores y de economistas ultra-liberales.
En tal sentido, se invocan los principios sacrosantos de la economía liberal, a partir de la obra señera de Adam Smith, La riqueza de las naciones. Así, se nos recuerda esa mano invisible que conecta oferta y demanda y genera puntos de equilibrio: la libertad promueve todo esto. En paralelo, urge bajar impuestos: el dinero está mejor en los bolsillos de la gente, se nos dice. Pero esos economistas y esos políticos olvidan otros preceptos del gran economista escocés, de Adam Smith, al que tanto veneran: en La teoría de los sentimientos morales, un libro anterior a La riqueza…, Smith defiende justamente esas opciones morales frente a otras más vinculadas a la codicia. De hecho, indica que sin la justicia en la distribución, todo el edificio moral de la economía se desmorona. Y esto se relaciona, precisamente, con la necesidad de que esos aspectos distributivos también se vinculen a una mayor equidad fiscal, y a un papel más relevante de los gobiernos.
Nuestros políticos y economistas liberales ignoran todo esto, cuyo debate rebasa el espacio disponible. Pero deberían aprender que es mucho más ético y razonable reconocer que es difícil diseñar un futuro presidido por la incertidumbre, que indicar, invariablemente, que esos dos requerimientos, contracción fiscal y flexibilidad, inmutables en un tiempo que parece no existir, son la resolución de todos los enigmas en economía.