El aquelarre capitalista

            Ramón Tamames, impertérrito, lanzaba elogios al imperio español y a Hernán Cortés, y, emulando a una soflama marxista, gritaba “¡Hispanos del mundo, uníos!”. Un varón de 22 años defendía la supresión de los impuestos. Otro, la des-dotación de recursos a la sanidad. Algunos otros abogaban por la reducción mínima del Estado. Todo para el mercado. Todo esto, y más, en un foro económico en Madrid en el que el cartel de ponentes centrales eran Esperanza Aguirre, Javier Milei, Iker Jiménez y Albert Rivera. Lo mejor de cada casa. Y con el prontuario de Hayek bajo el brazo: frases grandilocuentes, como las que se recogen en el Camino de servidumbre del austríaco, un libro publicado en 1944 como respuesta a la Teoría General de Keynes. Pero con un contenido vacío, solo especificado en eso que ya forma parte de la base programática de todas las derechas, independientemente de dónde sean: menos impuestos, menos servicios públicos, menos Estado en definitiva.

            Estamos ante una nueva etapa económica, que descansa en una radicalización de los preceptos económicos a aplicar. Una fase en la que trata de avanzar una autocracia que se opone a los sistemas democráticos: el dictador, el tirano, como exponente y guía a seguir. Sin cortapisas burocráticas, sin controles de organismos, sin rendición de cuentas. Y con la apropiación de un lenguaje que proviene, en muchos casos, de lo que podríamos denominar “vieja izquierda”, con la pátina de un neo-populismo: la invocación al “pueblo”, y las promesas de solventar los problemas difíciles con soluciones expeditivas y relativamente sencillas. Solo se trataría de la voluntad y de una capacidad única, sin barreras, para actuar.

Esto, en parte, permite entender que zonas vulnerables y con mayoría de clase trabajadora, hayan votado opciones de ultraderecha –Francia, Italia, Portugal, España– o se haya aupado a Trump a la Casa Blanca. Un caldo populista que rompe con las dinámicas de clases sociales, y que enfatiza un nacionalismo exacerbado y excluyente: el enemigo es el inmigrante, que ocupa empleos, consume servicios sanitarios, sociales y educativos e impone su cultura. La porosidad social está servida, de manera transversal: se compra ese relato sencillo que contribuye a explicar las dificultades existentes –desindustrialización, precariedad, acceso a la vivienda, etc.–.

Esta versión del capitalismo, sin embargo, permite ver el rostro de estos magnates, sin grandes velos de separación: multimillonarios que promueven esa reducción de los servicios públicos, que alientan la contracción del Estado, que promueven la desfiguración de la teoría del esfuerzo vinculada a un darwinismo económico y social. Con contradicciones flagrantes: muchos de esos próceres esperan los contratos que las administraciones pueden proporcionarles. Y reclaman la presencia de los gobiernos cuando pintan bastos en los mercados: esos que deben funcionar sin intromisiones, mientras todo vaya como una seda para sus empresas. Entonces, ayudas y subvenciones son bien vistas. Se debería exigir, entonces, que retornasen lo recibido, siguiendo sus mismas doctrinas: el funcionamiento de la oferta y la demanda.

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La rima de la Historia o algún paralelismo de la España de 1931 y 2025 (trabajo firmado con Jorge Fabra Utray)

República asediada

            Pedro Sainz Rodríguez, que fue el primer ministro de Educación al inicio de la dictadura de Franco, publicó en 1978 un libro (Testimonios y recuerdos, Planeta, Barcelona), en el que expresa los, según él, intensos agravios que suponían las políticas de la Segunda República española, toda vez que “se obligaba a los terratenientes a roturar y cultivar sus tierras baldías, se protegía al trabajador de la agricultura tanto como al de la industria, se creaban escuelas laicas, se introducía el divorcio, se secularizaban los cementerios y pasaban los hospitales a depender directamente del Estado”. Sin duda, de ahí a tomar el Palacio de Invierno hay un paso.

Puede verse que frente al tópico de que España se hallaba ante una posible revolución, lo que se estaba planteando era otra cosa más inteligible. Del historiador económico Josep Fontana se acaba de publicar un libro póstumo, que recoge sus clases de doctorado impartidas en la Universitat Pompeu Fabra, sobre la República española, en el que, con una ingente actualización bibliográfica y una gran cantidad de documentación de primera mano, alumbra en casi seiscientas páginas el desarrollo de un proyecto que fue bombardeado desde el primer momento por las fuerzas reaccionarias (Josep Fontana, La República, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona 2025). Estamos ante una de las investigaciones más serias y rigurosas sobre el tema, tanto por su bagaje documental y archivístico, como por la bibliografía manejada. En este estudio se indica el propósito central de la República: la adopción de un régimen democrático que iniciara cambios y avances ya observados en otras naciones, con una clara radicalidad en su sentido etimológico. Ésta era, precisamente, incidir en la raíz de los problemas que arrastraba la sociedad y la economía española (analfabetismo, escasez de medidas sanitarias, dejadez por la cultura, problemas agrarios e industriales en donde el papel de los lobbies empresariales era intenso).

            Y es que en 1931, con la proclamación de la Segunda República, las derechas iniciaron un agrio y violento proceso de descalificación hacia el nuevo régimen, surgido a raíz de unas elecciones municipales. “Gobierno ilegítimo”, “amenaza catalanista”, “régimen comunista”, “bolchevismo”, constituían algunos de los epítetos recurrentes que buscaban, desde los primeros días, desestabilizar al gobierno. En paralelo, se activaban otras herramientas, como el ruido de sables en las salas de banderas, con conexiones históricamente demostradas con empresarios y financieros. La Iglesia bendecía todo esto, aportando la pátina de una espiritualidad con claros intereses: el temor a perder prebendas jugosas, como el control de la educación, entre otras.

            La tesis de la instauración de un gobierno ilegítimo que, en su fuero interno, perseguía la revolución comunista –en una etapa en la que el partido comunista era una formación con escasa representación– seducía a las capas sociales más poderosas: la visión falangista y filo-fascista conformaba el complejo ideológico, con referentes en la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini. Un entramado dispar que, ya desde los comienzos del gobierno republicano, azuzó la llamada a los generales africanistas para que dieran un golpe de Estado. Pero hasta su culmen, toda una estrategia golpista se expandió sin reparos: propagación de mentiras, boicots reiterados a la acción gubernamental –sobre todo entre 1931 y 1933–, exageración máxima de los supuestos peligros que acarreaban los avances que estaban cuajando –entre otros: la creación de plazas para siete mil maestros, la construcción de diecisiete mil escuelas, el desempeño de las misiones pedagógicas, y las tímidas propuestas de una reforma agraria nunca llevada a término en su totalidad, etc.–.

Una estrategia que se repite

            Vayamos a la actualidad, sin olvidar lo expuesto. En 2018, tras una moción de censura, se articuló un gobierno progresista. Éste era inmediatamente calificado como “gobierno ilegítimo”, “socialcomunista”, “bolivariano”, con un diseño de comunicación que enarbolaba, sin tapujos, un procedimiento profundo de desgaste, de desestabilización del nuevo Ejecutivo. En tal contexto, a las dificultades objetivas como la irrupción de una pandemia, la erupción de un volcán, encarar las consecuencias de los acontecimientos en Cataluña, el estallido de una guerra en Europa, el repunte de la inflación, la letalidad de una riada descomunal en Valencia, un apagón generalizado, entre otros desafíos acaecidos en un margen temporal breve, se respondió desde el gobierno con más inversiones, ayudas, subvenciones, apoyos fiscales y de preservación de puestos de trabajo y normativas tendentes a restablecer puentes de diálogo e ir a una desinflamación, por ejemplo, de lo que estaba acaeciendo en Cataluña. La respuesta de las derechas en todos esos retos, algunos muy inesperados y que constituían problemas de Estado, fue la negación de cualquier soporte en situaciones extremas –el caso de la pandemia es ilustrativo al respecto–. Negativas plagadas de contra-informaciones auspiciadas sobre mentiras, exageraciones, tergiversaciones y deshumanización de cargos públicos. Algo muy parecido –aunque la rima sea, como es natural, imperfecta– a lo observado décadas antes, durante la República.

            La hoja de ruta de las derechas tiene todos los ingredientes de un manual golpista (que, recordémoslo igualmente, se practicó durante el gobierno de Salvador Allende, en Chile, entre 1970 y 1973), aunque existen discrepancias –puede que con argumentos razonables– en cuanto a que esa calificación de golpismo pueda ser exagerada en la España de 2025. Pero los datos factuales no son inéditos: históricamente, los hemos visto en otras etapas del pasado. Idéntica jerga, igual connivencia entre los sectores más poderosos de la sociedad y de la economía, radicalización de los mensajes verbales queriendo presentar un estado caótico y casi comatoso del gobierno, acusaciones generalizadas de corrupción, etc.

            Las coordenadas básicas alternativas de este portafolio del desequilibrio no se sustentan, sin embargo, sobre un proyecto concreto de gobierno: el único es desbancar como sea al existente, al que se considera, recordémoslo de nuevo, ilegítimo. No hay un programa básico, de cierto rigor, en economía, un terreno en el que no se va más allá de la prédica de bajar impuestos a los ricos y reducir el gasto público, junto a una tendencia evidente a privatizar servicios esenciales, como la sanidad y la educación. Se trata de batir los resortes básicos del Estado del Bienestar, esa pretensión que el otrora ministro franquista Sainz Rodríguez consideraba que era excesiva en sus formulaciones incipientes durante, esencialmente, el primer bienio republicano. Y por ello se justificaba la voladura del gobierno existente.

            En efecto, quizás definir como “golpista” la situación actual sea una licencia excesiva, toda vez que no hay tanques ni infantería transitando por calles y campos, como sí los hubo en la España de 1936 o en el Chile de 1973. Pero la munición utilizada es ahora más porosa, más permeable, amparada en muchas ocasiones en el anonimato, en la mentira, en la manipulación más directa y efectiva: redes sociales, pseudo-medios de comunicación y, digámoslo claro, también medios de comunicación concretos reconocidos en el mercado. 

Datos…y conclusión

            Frente a declaraciones de una tendenciosidad anti-histórica por parte de dirigentes conservadores en relación a la República, la guerra civil y la situación socioeconómica actual –indicándose, por ejemplo, que es mejor un régimen dictatorial que uno democrático, por muchas críticas que éste genere–, los científicos sociales (historiadores, economistas, sociólogos, politólogos) debemos aportar variables contrastadas que ilustren sobre el desarrollo de los gobiernos a los que se cuestiona, sin prueba alguna, su legitimidad inicial. Ello no exime de realizar comentarios críticos hacia esos gobiernos, siempre con el rigor de los datos y la solidez de los argumentos; es decir, sin mentiras, bulos ni manipulaciones.

            La República vivió una coyuntura internacional convulsa, con la crisis de 1929 como telón de fondo y el ascenso del nazismo y del fascismo en Europa. Para España, y centrándonos en el terreno económico, este contexto supuso una disminución de las exportaciones de hierro, vino, aceite y cítricos (con caídas a la mitad entre 1929 y 1935). La devaluación de la peseta, sin embargo, atenuó esa caída exportadora y dificultó las importaciones, lo cual ayudó a que el desequilibrio de la balanza comercial no fuera tan relevante. Se produjo, además, una reducción de las inversiones extranjeras e interiores (la inversión privada cayó a la mitad entre 1930 y 1932). Esto permite explicar la pérdida de producción de las industrias básicas, productoras de bienes de capital como la siderurgia. Esta situación se aviene con lo que estaba sucediendo en el mundo, a causa del crac de 1929. Ahora bien, dos indicadores en España funcionan en sentido contrario a lo que estaba acaeciendo a nivel internacional: la estabilidad de los precios (es decir, sin deflación, como sí sucedía en Estados Unidos y en buena parte de Europa, con caídas de los precios del orden del 25%), y el mantenimiento de la producción industrial global (incremento en la fabricación de bienes de consumo). Y un ligero pero claro aumento de la renta nacional, que se contrasta con el incremento del paro que, no obstante, tiene dimensiones inferiores a lo que se estaba observando tanto en Estados Unidos (con una tasa cercana al 30%) o Alemania (33%) (véase un panorama de conjunto en Pablo Martín Aceña, Ed., Pasado y presente. De la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, Fundación BBVA, Madrid, 2011).

            ¿Cómo explicar esta aparente paradoja? Fontana señala que un elemento central es que la nueva situación con la República implicó una mejora en la redistribución de la riqueza, como consecuencia del aumento de los salarios que hizo posible un nuevo clima social que facilitaba la actuación de los sindicatos. Esto aumentó la demanda de bienes de consumo y permitió mejorar la producción industrial de un importante conglomerado de empresas. Ahora bien, esta explicación se debe acompañar de otra: los aumentos salariales, las amenazas a la propiedad que implicaba una reforma agraria muy limitada (a tenor de las investigaciones más recientes sobre el tema; por ejemplo: Ricardo Robledo, Ed., Sombras del progreso. Las huellas de la historia agraria, Crítica, Barcelona), el miedo a una escalada revolucionaria –que cesó en 1933–, frenaron posibilidades de una transformación económica protagonizada por el sector privado, y le prepararon para enfrentarse a la República en 1936.

            Regresemos a la actualidad. Los datos disponibles subrayan un avance incuestionable de la economía española, con tasas de crecimiento que cuadriplican las de la media de la Unión Europea, una potente generación de empleo –en la que ha resultado clave la población inmigrante–, incrementos en el salario mínimo y en las pensiones, inflación en la senda marcada por el Banco Central Europeo y fuerte desempeño de las exportaciones turísticas y de servicios no turísticos, denotando en este último caso un grado nada desdeñable de diversificación económica. La otra cara de la moneda: enormes dificultades en el acceso a la vivienda, transiciones en el campo de la energía, desigualdad y pobreza –con énfasis en la población infantil– y necesidad de una mayor profundización de las columnas esenciales del Estado del Bienestar. El contexto en el que se opera es de gran incertidumbre: política arancelaria de Estados Unidos, ralentización económica en Alemania y Francia, impactos de la guerra europea, avance de las opciones políticas de ultraderecha con evidentes sellos anti-europeístas. Y, como decíamos antes, con un agit-prop tendente a dibujar todo como entrópico, en estado casi terminal. Podríamos extendernos más en estos temas de economía española; pero ya hemos publicado otras entregas más detalladas sobre la cuestión.

            Lo que interesa resaltar, en definitiva, es:

  • Los ascensos al poder de opciones de izquierda han generado siempre, desde 1931, movimientos de desestabilización por parte del cosmos de las derechas: sucedió durante la República, con la llegada al gobierno de los socialistas en 1982, 2004 y, ahora 2018, con un ejecutivo progresista. De los tanques y las palabras flamígeras y falsas, a los argumentos distópicos sustentados en mentiras, tergiversaciones y bulos. El objetivo: hacer caer al gobierno de izquierdas por una vía que no es la electoral ni la parlamentaria.
  • Esta estrategia sobre-inflama cualquier acontecimiento –sea éste grande o más modesto– con la idea central de maximizar negativamente las consecuencias. Las descalificaciones personales, los insultos, las manipulaciones y la deshumanización de individuos concretos, constituyen factores reiterados en diferentes períodos históricos.
  • La República, en sus orígenes –otra cosa fue a raíz del estallido de la guerra–, no tenía como objetivo hacer una revolución social en el sentido que le estaban dando las derechas, los empresarios y la Iglesia. De hecho, la presencia de socialistas, comunistas y anarquistas en los gobiernos republicanos fue testimonial, y solo más acentuada a partir de 1936. La pretensión de la República era otra. En una coyuntura de renuncia de gobiernos democráticos europeos, España suponía una esperanza para todos los que entendían la amenaza que suponía el nazismo y el fascismo, y del riesgo que infería la tolerancia inconsciente de políticos que parecían minimizar la convivencia con dictaduras fascistas; y, conscientemente, bloqueaban e igualmente minimizaban las relaciones con un régimen radicalmente reformista, poco revolucionario como el de España. Este es el tópico a deshacer. “Es a nosotros a quienes defendemos cuando defendemos Madrid” (citado en el libro de Fontana) escribía Cecil Day Lewis, también conocido como Nicholas Blake, poeta británico que militó en las Brigadas Internacionales. La defensa de la democracia frente a la dictadura.
  • Las hipérboles que estamos viendo hoy en día desde voceros de las derechas coinciden con lo que sabemos de esa fase de la historia contemporánea de España: la República, segada por la intransigencia, la incultura, la violencia y la pretensión de mantener el estado de postración, miseria y analfabetismo al conjunto de la población.

            Es importante que sepamos que la Historia, en mayúsculas, no se repite; pero tiene rimas que no siempre son consonantes, aunque los parecidos y semblanzas pueden ser claramente observables. La experiencia de la República tiene otra lectura, más política, para las izquierdas de la España actual: la desunión perjudica al conjunto progresista, afianza el paso de las derechas, lamina nuevas posibilidades de cambio, de transformación. En tal sentido, el gran historiador Eric Hobsbawm decía que “la izquierda tiene el hábito de pelear más consigo misma que contra el enemigo”. Las izquierdas no pueden dividirse de forma irremediable por ideas, como también señaló en su momento el escritor Eduardo Galeano. Tener la razón antes que tener el poder es una vía que puede proporcionar una cierta –y falsa– tranquilidad de conciencia. Cambiar las cosas no es sencillo: requiere tiempo, esfuerzo, resolución de discrepancias, de enfados, de distanciamientos incluso. Pero se debe tener claro cuál es la alternativa, lo que se puede tener delante (lo que se tuvo en los años treinta en España, con consecuencias letales durante décadas) si se eluden los procesos de convivencia con las diferencias internas.

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¡Muera la inteligencia!

            Una frase parecida a la del título de este artículo la espetó un general golpista durante la guerra civil española. “Venceréis, pero no convenceréis”, proclamaba Miguel de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca ante la inmundicia de una ignorancia elogiada y aplaudida. La inteligencia, el conocimiento, la enseñanza, la investigación, han sido objeto de persecución por parte de las opciones ultraconservadoras. Sucedió en la Alemania nazi, con la persecución implacable a eminentes físicos, incluyendo premios Nobel, por su ascendencia judía, aunque sus investigaciones estaban avanzando en los campos de la física cuántica y de la relatividad. Sucedió en la España franquista, con la soflama de “que inventen ellos”, y el desprecio a la intelectualidad vista como colectivo capaz de disentir, de criticar, de divulgar. Y está pasando ahora en Estados Unidos, tras la declaración de inicio del vicepresidente Vance, con una sentencia tremenda: “los enemigos son los profesores”. Estas posiciones se han radicalizado en la considerada como primera potencia del mundo: los ataques a las grandes universidades estadounidenses, referentes en todos los campos de la ciencia, están demostrando la bajeza de la administración Trump, espoleada por la estupidez del presidente: negacionismo del cambio climático y de las vacunas, sendas muestras de supino analfabetismo.

            Harvard, Columbia, Yale, Princeton, Cornell, entre otras del Ivy League, el grupo de ocho universidades que se consideran las mejores del mundo (junto a las británicas Cambridge y Oxford), se encuentran amenazadas por el gobierno norteamericano, acusadas de fomentar el anti-sionismo e, incluso, de estar influenciadas por el partido comunista chino. Esto, que parece una noticia de un programa de humor negro, es real. La retirada de fondos a esas universidades va a tener consecuencias letales sobre el desarrollo de la investigación básica y aplicada en Estados Unidos, con enorme influencia en el resto del entramado académico del mundo. Áreas afectadas que van desde la investigación médica, la inteligencia artificial, los avances de la física y de la química, el desarrollo de la biología o de la economía, constituyen, entre otros, ámbitos del conocimiento profundo que hacen avanzar la ciencia en su conjunto. Y, por extensión, impacta sobre el bienestar de la población.

            Para Estados Unidos la factura será elevada, a sumar a la generada por la extravagancia de los aranceles. Mientras tanto, China va a dominar en apenas un lustro campos como la robótica, la industria aeronáutica, la del automóvil, la farmacéutica, la producción de maquinaria de todo tipo, la investigación básica en la mayor parte de las áreas, gracias a su apuesta inversora. Y, ahora mismo, está lanzando suculentas ofertas a los científicos de las universidades estadounidenses. Sucedió en la Alemania de Hitler: entonces, era Estados Unidos quien fichaba a ingenieros, físicos, matemáticos, de origen germánico. Ahora, Trump entierra la ciencia en sus coordenadas anti-woke. Una estupidez sin límites. El intelectual, el profesor, el investigador, visto como enemigo. Un retraso sideral.

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Economía, lenguaje y votos

            Michael Sandel y Thomas Piketty acaban de publicar un libro altamente recomendable (Igualdad, Debate, Madrid 2025). Un diálogo profundo entre un filósofo eminente de Harvard, cuyas clases on line son un éxito de asistencia; y un historiador económico y social (así se autodefine el economista Piketty), con un sólido bagaje de investigación sobre la desigualdad. En ese encuentro didáctico, una pregunta se plantea de manera subliminal durante la conversación: ¿por qué la clase trabajadora vota a las opciones de ultraderecha? Los ejemplos son abundantes, en buena parte en Europa –desde Alemania hasta Portugal, pasando por Francia, entre otras naciones–, sin descuidar la situación en España. En paralelo, las formaciones socialdemócratas han ido perdiendo apoyos electorales desde la década de 1980.

            Cabe decir que las casuísticas de cada país son particulares. Las posiciones ultras se presentan como solucionadoras de un llamemos “olvido”, así considerado por los votantes en relación con las fuerzas de izquierdas. Prometer resultados rápidos y sencillos a problemas complicados, y hacerlo con hábiles estrategias comunicativas, constituye la guía de trabajo de las formaciones ultraconservadoras. Con éxito. Esas premisas, además, han ido fagocitando los idearios de las derechas convencionales, hasta el punto de que a veces son indistinguibles de sus correligionarios extremistas. En Estados Unidos, prometer la reindustrialización en los estados del “cinturón del óxido”, con fábricas de automóviles desvencijadas, constituyó una punta de lanza muy resolutiva para Trump. Armar los aranceles ha sido un frontispicio sobre el que edificar toda una estrategia económica que, sin embargo, es errónea, si atendemos a los datos macroeconómicos disponibles sobre la economía estadounidense y su retroceso en el PIB. Pero el relato funciona a nivel de esa franja de la geografía desindustrializada: la búsqueda del paraíso industrial perdido.

            ¿Qué ha podido fallar para que un importante contingente de personas de clase trabajadora apoye unas tendencias ideológicas que tienen agendas ocultas y ejemplos muy negativos, o que, en el caso de Estados Unidos, se expliciten con toda crudeza antes de los comicios pero, no obstante, tengan seguidores? Sandel y Piketty tratan de aportar respuestas. Un primer elemento a considerar es este: la pérdida de lo que podríamos denominar lenguaje “de clase”, adoptado desde la Tercera Vía –Blair, Clinton, Schroeder, bajo la batuta teórica de Anthony Giddens– ha supuesto desconexiones llamativas entre las izquierdas y una parte significativa de la población. La adopción, por parte de la socialdemocracia europea y del Partido Demócrata en Estados Unidos, de bases programáticas del neoliberalismo con principios de austeridad expansiva, conforman hechos concretos que no difieren de las opciones originales. Aquí, las políticas aplicadas a raíz de la Gran Recesión rubricaron esa deriva: reducción del gasto público, obsesión por el equilibrio presupuestario –al margen de cualquier coyuntura económica–, enaltecimiento acrítico de un mercado que se presume de competencia perfecta, etc. Los indicadores económicos y sociales son demoledores, muy negativos, tras la aplicación de esas recetas. Las estadísticas al respecto son contundentes, y pueden consultarse en bases de datos de toda fiabilidad y solvencia (Eurostat, FMI, entre otras).

            Aunque estemos en sociedades tercerizadas, con menos clase obrera tradicional adscrita a la industria, la existencia de amplias capas de trabajadores inscritos en servicios muy heterogéneos –y que buena parte sufren de salarios limitados, poco acceso a la vivienda y condiciones de vida paupérrimas en ocasiones– impone la consecución de una narrativa directa, inteligible, concreta, que vaya más allá de una retórica con poco contenido. Porque, sean trabajadores de servicios u obreros industriales, la explotación está bien presente: horas que no se pagan, jornadas largas y duras, condiciones de trabajo difíciles. Sandel explica esto en otro libro de referencia (La tiranía del mérito, Debate, Madrid 2020). La tesis meritocrática conduce a una pérdida de conexión con los segmentos más populares y vulnerables, con la emisión de mensajes equívocos: “ustedes son pobres –se indica desde muchos ámbitos políticos y sociológicos– porque se esfuerzan poco, mientras aquellos que tienen formación superior avanzan porque se han consagrado mucho más al trabajo”. La idea es de un simplismo aberrante, desprovista de los contextos socioeconómicos y familiares (en definitiva, de los orígenes de clase de las personas), y se divulga en redes sociales con dirección preminente a los jóvenes. Pero no únicamente a ellos. De hecho, la inter-relación entre esa idea y el desprecio a los intelectuales y profesores fue expuesta por el equipo de Trump, conocedor de que las élites urbanas de Estados Unidos –con mayor formación– se decantaban por el Partido Demócrata. Pero esa estrategia de cuidar a los amplios sectores de los trabajadores manuales y de servicios estaba operando en un terreno que había sido abandonado por los líderes demócratas –y también por la socialdemocracia–, y que ahora trata de recuperar con enorme esfuerzo Bernie Sanders y Alexandra Ocasio-Cortez para Estados Unidos.

            Tal planteamiento, muy sencillo en su formulación (“la culpa de lo que os pasa la tienen los representantes de unas izquierdas que no se han preocupado de vosotros”) se ha explotado en Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Portugal, por parte de los émulos trumpistas de extrema derecha. Con los resultados que ya conocemos, que prefiguran lo que algunos han denominado cambio de ciclo en la Unión Europea.

            Pero, además, un segundo elemento debe invocarse: la inversión pública que, en la Europa comunitaria, por ejemplo, se relajó antes de la eclosión de la pandemia, con gobiernos impregnados de aquellos principios de la economía neoliberal. Principios que fueron transgredidos coyunturalmente a raíz de la explosión vírica, al activarse los programas del Next Generation. Pero que algunos países –los llamados “frugales”, una denominación poco afortunada– han tratado de revertir al advertirse tenues signos de recuperación. De nuevo, reaparece la ortodoxia neoclásica. Y esta preconiza y avala, una vez más, los recortes presupuestarios en campos determinantes que atañen los servicios sociales, la sanidad y la educación; pero no el gasto de defensa. Esto es lo que, desde los años 1980 y en las fases de mayor profundización de los preceptos neoliberales que hemos descrito, ha impactado con fuerza sobre una amplia población que se ha sentido abandonada tras falsas promesas de mantenimiento y potenciación de los resortes del Estado del Bienestar. Lenguaje y acción: un díptico que no debería desdeñarse. No queremos decir que sea un diagnóstico totalmente certero; pero tal vez contribuya a entender algo de lo que está pasando.

            En tal sentido, es ilustrativo que Mark Carney –que no es un izquierdista, sorpresivamente ganador de las elecciones en Canadá, haya entendido con claridad todo esto, planteando, entre otras vías, una esencial: el despliegue de la inversión pública, cualificada como “de calidad”. En un reciente trabajo de Mario Draghi (“Europe has a new economic orthodoxy”, un importante texto que se sintetizó en el Financial Times, on.ft.com/45slEoO) se persevera en esa trayectoria, que ya se expuso en un texto anterior por parte del italiano, en el que señalaba la necesidad de realizar en la Unión Europea inversiones plurianuales del orden de ochocientos mil millones de euros, para atajar los desequilibrios tecnológicos con Estados Unidos y China, y encarar las consecuencias del cambio climático y la transición energética. En paralelo, a voces que predican un retorno a la austeridad, o que defienden una versión anarcocapitalista –del estilo de Milei en Argentina: tenemos en España defensores a ultranza de esto tanto en el PP como en Vox– desarmadora de la economía pública y proclive a mayores privatizaciones, existen otras posiciones autorizadas, que provienen de una economía liberal democrática, que están remarcando algo fundamental: la herramienta esencial de la inversión pública.

            Recuperación de un lenguaje que comunique proximidad a los sectores más vulnerables, desfavorecidos o con graves problemas laborales y sociales; apartarse de la visión que culpabiliza a esas capas demográficas y que las enfrenta a unas élites bien estantes; e invocar programas creíbles, efectivos, concretos, de inversiones y asignaciones de recursos específicos que beneficien a esos segmentos poblacionales, pueden constituir sendas columnas que se opongan frontalmente a los mensajes de las derechas. Estas han sabido adoptar el lenguaje, y se han presentado en las áreas más deprimidas de las ciudades con conceptos que recuerdan poderosamente a las izquierdas, captando la atención y seduciendo con promesas de resolución fácil a problemas de enorme complejidad. La socialdemocracia debe desprenderse de los resabios de la doctrina neoliberal que la intoxicó. Porque repensar la economía, entendida en clave de buena administración en el sentido aristotélico, no debe arrinconar nunca a quienes pueden quedar atrás: a ese cuerpo sociológico que debería tener argumentos y pruebas para volver a confiar en quienes, desde formaciones de gobiernos progresistas, han implementado los cambios sociales, los avances culturales, los positivos desempeños económicos.

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Gaza en el corazón, en el sentimiento, en la conciencia

            Con una frivolidad obscena, desde la administración estadounidense se planteó el futuro de Gaza como un gran espacio turístico. Un área objeto de negocio económico inmobiliario. El tema, conocido y que ha generado ríos de tinta, no debe olvidarse. Como tampoco se debe hacer con lo que está aconteciendo en Gaza, al margen de esa estrafalaria ocurrencia: día sí y otro también, las pretensiones del gobierno de Israel es hacerse con la Franja y expulsar de su territorio a los gazatíes, condenados a vagar sin rumbo alguno. Perseguidos, bombardeados, una población inerme está sufriendo un genocidio, un verdadero holocausto en el que las declaraciones de algunos supervivientes señalan que prefieren morir por la acción de un misil o un bombardeo antes que por hambre. Porque se está muriendo de hambre, literalmente, en Gaza, tras el reiterado bloqueo del ejército hebreo. Esto está sucediendo a poca distancia de los paraísos turísticos del Mediterráneo, donde nos abstraemos con conflictos menos dramáticos, como los aranceles o los grandes indicadores macroeconómicos.

            Cuando se aborda este tema, uno tiene que empezar condenando el criminal atentado de Hamás. Y así lo hacemos. Pero, dicho esto, la desproporción de la respuesta es tremenda: en Gaza, 17.000 niños muertos y decenas de miles de hombres y mujeres masacrados y obligados a desplazarse a zonas pretendidamente seguras que, en poco tiempo, se atacan por las bombas israelíes: escuelas, hospitales, centros de acogida. Todo deviene en objetivo militar, aunque la excusa de que ahí se esconden dirigentes de Hamás sea un pretexto inaceptable para asesinar a una población desprotegida, recordándonos episodios de otros momentos: los bombardeos nazis sobre Londres, o sobre Guernika.

            Sorprende que un pueblo que se ha visto perseguido, acosado, encerrado, asesinado, torturado, gaseado, como el judío, pueda justificar lo que está haciendo ahora mismo con la población de la Franja de Gaza, con esa idea de conquistar “espacios vitales”, un concepto que nos recuerda poderosamente el que utilizó en su momento Hitler.

            Acordarse de Gaza y denunciar su destrucción, porque hacerlo demuestra que, todavía, resta algo de humanidad en nuestras adormecidas conciencias.

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Entrevista en el programa «Todo empezó ayer» de la Asociación Española de Historia Económica, sobre mi libro Economía en crisis. Aprendiendo de la historia económica

x.com/_aehe/status/1920039442602938692?s=12 del post de AEHE 

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Trump, la involución ideológica mundial. Hacia el desmantelamiento del Estado del Bienestar

1. Beveridge como referente

            En 1942, William Henry Beveridge, un economista liberal británico, redactó un informe que sentó las bases del Estado del Bienestar, con una focalización en el ámbito sanitario: la tesis de universalización de las prestaciones médicas. Al texto le siguió otro en 1944 sobre la seguridad social y sus aplicaciones (en enfermedad, desempleo y jubilación). Estos dos importantes documentos tenían como objetivo central facilitar un nivel de vida aceptable al conjunto de la población, desde su nacimiento hasta la vejez, y hacer frente –según se indicaba– a la pobreza, la enfermedad, la ignorancia, la suciedad y el desempleo. La participación pública era importante. Beveridge justificaba este planteamiento, que entroncaba con los argumentos que emanaban de la teoría keynesiana, en el sentido que la base financiera para acometer tales objetivos provendría del presupuesto público. En paralelo, la industria nacional saldría reforzada y beneficiada por previsibles incrementos en la productividad y en la competitividad. Clement Attlee, laborista, puso en práctica sobre todo el primero de los documentos de Beveridge, tras ganar las elecciones a Winston Churchill, al terminar la guerra. Este fundamento ideológico-económico ha constituido –y todavía constituye– el gran motor del bienestar en las sociedades arrasadas tras la Segunda Guerra Mundial (incluyendo, no lo olvidemos, a Estados Unidos con el New Deal desde 1933, con el impulso de políticas públicas en diferentes campos, que persistieron a partir de 1945) y ha supuesto una guía a seguir para aquellos países que persiguen mejoras sociales. El proyecto no eludía un aspecto crucial: desplegar una fiscalidad progresiva, un factor clave para obtener los recursos perentorios para desarrollar el programa económico-social.

            Es decir, el mantenimiento del Estado del Bienestar, ya desde sus orígenes, se relaciona de manera directa con el establecimiento de una fiscalidad centrada en la progresividad. Su aplicación, observable con datos oficiales entre 1945 y 1980, mejoró el crecimiento económico, la productividad, la competitividad –tal y como intuía Beveridge– y significó una fase económica en la que se redujo la desigualdad y se consolidaron mejoras salariales y sociales, junto a la apertura comercial de los países. Este potente concepto de la significación de lo público, del papel del Estado en la economía y en la contribución al bienestar común, al margen de su intervención para corregir los errores del mercado, es lo que trata de dinamitar el neoconservadurismo con fundamentos neofascistas, aunque expertos discutan tales terminologías para referirse, sobre todo, a lo que se desprende de la administración del presidente Trump y sus acólitos.

2. El neofascismo, contra el Estado del Bienestar

            La llegada al poder de Donald Trump está acelerando un cambio involucionista, reaccionario en los terrenos político y cultural, con una traslación directa a la esfera económica: el desmantelamiento de lo público de una manera radical. Todo lo que supone gasto social –esencialmente– es considerado ineficiente y, por tanto, debe recortarse al máximo. La derivada política es inmediata: cerrar departamentos de educación, de sanidad, de servicios sociales, de preocupación por el medio ambiente, de ayudas a naciones pobres y a colectivos sociales vulnerables, la retirada de instituciones internacionales de referencia –como la Organización Mundial de la Salud–, el menosprecio severo hacia el multilateralismo, conforman algunos ingredientes que tienen como resultado final la pérdida de los valores democráticos. Es la entrada en un campo inquietante de autocracia y de vulneración continuada de normas y legislaciones, deliberadamente ignoradas para consolidar un poder omnímodo en manos de un solo hombre y su guardia pretoriana: la antesala de una dictadura. Lo que se persigue con esta agenda “de motosierra”, tal y como se ha popularizado, es achicar el Estado del Bienestar; es el retorno a un capitalismo desatado, más propio de la época del patrón-oro, en donde el ganador va a ser siempre quien más dinero tenga. Es la condena de la clase media y de la clase trabajadora, a parte de la dejación absoluta hacia las capas más desfavorecidas de la población, cuyo estado se explica, para los defensores de ese darwinismo económico y social, por su falta de capacidad y esfuerzo.

            Estamos ante otra revolución neoconservadora que prolonga la iniciada en la década de 1980 por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, pero la presente con mayor profundidad que tiene recordatorios nada desdeñables con la economía de entreguerras y el ascenso del fascismo y del nazismo. Lo han explicado con clarividencia Siegmund Ginzberg (Síndrome 1933, Gatopardo Ediciones, Madrid, 2024); y Federico Finchelstein (Wannabe Fascists: A Guide to Understanding the Greatest Threat to Democracy, University of California Press, 2024). Esta nueva ola –que se va extendiendo igualmente a la Unión Europea– actúa con absoluta desfachatez: expone sus apetencias sin filtro alguno; utiliza un lenguaje estudiado con ideas simples, pero hábilmente construidas; toca fibras íntimas de determinados segmentos de la población; preconiza el retorno a un pasado glorioso; invoca la necesidad de nuevos “espacios vitales”; expone ejemplos estrambóticos pero que calan por su simpleza al no contemplar matiz alguno. Es una revolución neofascista, al tomar claros signos de identidad del fascismo de los años 1920 y 1930 –como exponen Ginzberg y Finchelstein–, con otro elemento común: el dominio político de una oligarquía económica muy vinculada a los regímenes nazi y fascista, protagonista de la expansión del acero, del aluminio, de los motores de explosión, de la nueva energía que emanaba de los combustibles fósiles en la Segunda Revolución Industrial; hasta los tecno magnates oligarcas de la robótica, la automatización, la nanotecnología y la IA, en la coyuntura actual de la Cuarta Revolución Industrial (o Industria 4.0), algunos de ellos simpatizantes sin tapujos del nazismo. Las concomitancias son elevadas, salvando como es natural las coordenadas histórico-económicas y sus importantes particularidades.

3. Perspectivas: el freno de la economía

            Sin embargo, la situación económica y social de los años 1920-1930 no se parece tanto a la actual. Entonces, se salía de una guerra mundial con consecuencias inferidas por el Tratado de Versalles, que fueron letales, sobre todo, para Alemania; el crecimiento económico se había hundido, con caídas del PIB que iban desde el 25% al 33% (Estados Unidos y Alemania, respectivamente); la deflación se enseñoreaba tras episodios dramáticos de hiperinflación por la estrepitosa caída de la demanda agregada; los retrocesos económicos impulsaban la promulgación de gravámenes arancelarios; las tasas de paro superaban el 25%; la apertura comercial se iba reduciendo. El caldo de cultivo era propicio para la aparición de liderazgos dictatoriales y la transgresión hacia el sistema establecido. Weimar da lecciones para no olvidar. Ahora, para centrarse en Estados Unidos en 2025, la herencia macroeconómica recibida por Trump ha sido positiva: un país con crecimiento económico superior al 2%, la inflación controlada, plena ocupación, conexiones comerciales dinámicas con todo el mundo, fortaleza del dólar como moneda refugio, horizonte de recortes en los tipos de interés. Un panorama de mayor estabilidad.

            Pero se ha fortalecido desde Trump una narrativa política, cultural y económica que conduce al desguace social, la génesis de una crisis autoinducida: aranceles que erróneamente persiguen equilibrar los déficits comerciales (cargas que atacan a aliados históricos), la ruptura de la multilateralidad, la paralización de las decisiones de inversión, la inquietud del sistema financiero por la evolución del mercado de la deuda, la debilidad del dólar, la pérdida posible de la autonomía de la Reserva Federal, el despido de miles de funcionarios. En síntesis: la erosión de confianza hacia Estados Unidos, con un claro exponente: la venta de bonos de deuda del tesoro estadounidense, que encarece el escenario de refinanciación del montante del débito al exigir los inversores mayores primas de riesgo.

            Pero todo este proceso se alimenta con un relato ficticio de recuperación de una industrialización que se ha perdido –se defiende– por la actuación del resto del mundo. Victimismo económico con trascendencia corrosiva hacia todo lo público e, igualmente, hacia lo que se considera “intelectualidad”: se indica que en el sector público anidan parásitos que consumen recursos que se detraen para otros objetivos; mientras profesores, investigadores, pensadores, forman parte de una élite universitaria que ha tolerado en exceso muchos de los elementos que definen un progresismo social y cultural. Aquí sí se coincide con lo analizado en la década de 1930, según Ginzsberg y Finchelstein. Se ha convencido a muchísima población de los “cinturones del óxido” de que se lanzarán nuevos planes industriales al calor de las consecuencias de los aranceles. Y América será grande de nuevo, según reza la consigna MAGA.

            Pero los indicadores concretos no muestran esa vía: inicio ya claro de recesión en la economía norteamericana (–0,3% en el primer trimestre de 2025), algunos problemas de abastecimientos, parálisis en los puertos que reciben muchas menos mercancías, elevación de los precios al consumidor en un 2,3% (equivale a una pérdida-promedio de 3.800 dólares por hogar; los datos provienen de The Guardian), expectativas de inflación entorno al 3,3% (el nivel más alto desde junio de 2008), incremento de impuestos de unos 1.240 dólares por hogar con reducción de ingresos del orden del 1,2% (datos de Tax Foundation), caída de las bolsas de valores, pérdidas importantes de grandes empresarios. La administración Trump trata de contrarrestar este alud de datos negativos con una soflama: se trata de costes de transición, ya que para llegar al escenario ideal (el MAGA) se debe pasar por etapas duras pero que, finalmente, abrirán ese contexto positivo preconizado por los republicanos estadounidenses. Pero la evolución económica puede pasar una cáustica factura a Trump, porque mantener este discurso con datos tendencialmente negativos es difícil en el medio plazo.

4. Conclusión

            La involución ideológica es un hecho; involución en un sentido concreto: la negación de cualquier avance económico, social, ambiental, cultural, en el marco de la multilateralidad; y la irrupción de un relato presidido por un ultranacionalismo supremacista. Una tendencia hacia una revolución en el pensamiento que cercena la capacidad y posibilidad de disentir, el odio hacia el extranjero, la búsqueda de la ruina de los vecinos, la sumisión total hacia un liderazgo de un país que se sabe herido (el declive de Estados Unidos es apreciable desde los inicios del siglo XXI, en paralelo al ascenso imparable de China) pero que se trata de afianzar a toda costa. Se busca la incertidumbre, la crispación, la calumnia, la mentira institucionalizada, el dislate, al tiempo que se minimizan consecuencias tangibles, con magnitudes concretas como se ha apuntado. En esas coordenadas de inseguridad y de mensajes incendiarios y abundantes –que bloquean la inmediatez de reacciones–, siempre se han movido con comodidad los regímenes autoritarios. Estos son signos actuales de involución, parecidos innegables con lo vivido en otras fases de la historia económica, en particular durante las décadas de 1920 y 1930.

            Pero el objetivo actual de este agresivo programa de actuación parece cada vez más evidente: la descalificación de todo lo público y su desmantelamiento, con la idea de su falta de eficacia y eficiencia. La política arancelaria es un instrumento más. Y, por consiguiente, la reducción de los impuestos, con el propósito de evitar cargas tributarias que serán innecesarias ante la contracción del sector público. Este debate, que siempre ha estado presente en la teoría económica y en la política económica, con diferentes escalas, emerge de nuevo con fuerza inusitada por parte de la administración Trump. Sus esquirlas llegan a Europa por medio de formaciones de derecha y ultraderecha que enarbolan un discurso muy similar. Romper las democracias hacia gobiernos autocráticos representa una distopía diseñada por think tanks poderosos de las derechas más conservadoras, en una vertiente netamente ideologizada, creyente de que las pérdidas actuales –que están provocando las medidas de Trump– se transmutarán en beneficios futuros. Serán privados, indiscutiblemente. Lo público se pretende rendido y exhausto en las cunetas. Volvemos al patrón-oro, pero sin el oro. Beveridge, liberal, economista inquieto por alcanzar mayor bienestar social, se revuelve en su tumba: su legado puede estar en peligro. Las últimas elecciones en Gran Bretaña demuestran la extensión de esa amenaza: la ultraderecha avanza en detrimento de los partidos convencionales, con retrocesos del laborismo. Reforzar, desarrollar, activar, impulsar todo lo que Beveridge propuso constituye un buen antídoto ante el neoconservadurismo desbocado.

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Entrevista en el programa La Noche en 24 horas, con Xabier Fortes, en la 2 de RTVE. Desde el siguiente tiempo: 1:04. Sobre economía, aranceles, y mi libro Economía en crisis. Aprendiendo de la historia económica

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El incendio de Trump

            Preocupado por el impacto de los aranceles de Trump, el Banco Central Europeo, con Christine Lagarde al frente, decidió bajar un 0,25 los tipos de interés, en un contexto de control de la inflación. De hecho, este dato –un 2,2%– se abre hacia la senda del 2%, meta del regulador bancario. El tsunami comercial que ha generado la administración norteamericana es un fenómeno insólito y de una elevada gravedad. Es un retorno a fines del siglo XIX; prosigue durante la economía de entreguerras. En 1897, Estados Unidos aplicaba aranceles por un 57%; y a las puertas de la Primera Guerra Mundial, todos los países esgrimieron gravámenes que iban del 9% al 41%, según el economista Sidney Pollard. Las cifras se elevan con estimaciones de otros dos economistas, Kenwood-Lougheed, que exponen datos que oscilan entre el 35% y el 65%. Una profundización en el proteccionismo en un escenario que no se debe olvidar: la crisis económica arrastrada desde 1873, la primera del sistema capitalista. Una fuerte recesión que generó deflación, destrucción empresarial y concentración del capital financiero e industrial. Y que puso bases económicas para futuros conflictos bélicos.

            La Gran Depresión de la década de 1930 espoleó otra onda arancelaria. El proteccionismo se intensificó con políticas de “empobrecer al vecino”: devaluación competitiva, protección y “guerra comercial”; incrementos de tarifas arancelarias, restricciones cuantitativas a las importaciones, control de cambios, acuerdos bilaterales. En esa coyuntura, el proteccionismo comercial comenzó en Estados Unidos con la aprobación del arancel Hawley-Smoot. La medida provocó represalias de otros países, que también elevaron sus aranceles y levantaron barreras cuantitativas al comercio internacional. Se agudizó la crisis: más del 30% de paro y una deflación galopante por falta de demanda agregada. Todo es familiar, si lo comparamos con ahora.

            Porque, en efecto, Trump reproduce esos movimientos, y ahora exige además que la Reserva Federal baje los tipos de interés, no sin antes insultar y menospreciar al presidente del banco central, Jerome Powell (nombrado por el propio Trump en su primer mandato). Y remitiendo como modelo a la actuación del Banco Central Europeo: reducción de tipos. Pero la situación no es exactamente la misma entre Estados Unidos y la Unión Europea. Las tensiones inflacionistas están aflorando en el primero; y esto es lo que inquieta a Powell. La desinflación se va confirmando en el segundo; de ahí la apuesta de Lagarde. La preocupación del banquero estadounidense es justificada, habida cuenta que puede desembocar en la estanflación: recesión e incremento de los precios. Una ecuación corrosiva. Influyentes economistas de perfil netamente liberal, como Olivier Blanchard y Larry Summers, están advirtiendo de los peligros del “fuego” (textual, en un documento de Blanchard) que está avivando Trump con los aranceles. Con su incendiaria irresponsabilidad. Expectante: China, devaluando su moneda –minando los aranceles–, vetando exportaciones estratégicas (tierras raras) a Estados Unidos, y abriéndose a la colaboración con todos los países. El mundo al revés.

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La resistente economía española

            Un cierre de ejercicio 2024 con un crecimiento del 3,2%. La mitad de ese crecimiento, debido al consumo privado. Y éste explicable por el dinamismo del mercado laboral, con la creación de casi 500 mil puestos de trabajo, una disminución de la tasa de paro a poco más del 10%, y un crecimiento demográfico relevante. Expansión de las exportaciones de servicios, con una aportación al PIB de 0,4 puntos por parte del sector exterior. Y sin desequilibrios financieros: mantenimiento de la deuda privada, la que nuclea hogares y empresarios (125% sobre PIB; la media de la zona euro se sitúa en 153%); y de la deuda pública, que alcanza casi el 102% sobre PIB.

            Estos son los fundamentos para el desarrollo económico de 2025, en un entorno caracterizado por una elevada incertidumbre: Trump y sus aranceles. El tsunami. Sin embargo, importantes instituciones económicas –Banco de España, FMI, CaixaBank, Funcas, entre otras– subrayan una posible prospectiva: España seguirá en esa senda robusta de crecimiento. El primer trimestre de 2025 se ha inaugurado con un aumento en la afiliación a la Seguridad Social, a una tasa media del 0,2%. Las horas trabajadas han aumentado (3,5% en términos interanuales), con incrementos de la productividad por ocupado y de la productividad por hora efectiva, con datos del INE y del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Las entidades económicas se han apresado en variar al alza las previsiones de crecimiento para España en 2025 (The Economist, Financial Times).

            Los cálculos que hacen los economistas deben estar presididos por la cautela en un contexto tan problemático como el actual. No obstante, las bases sólidas que antes hemos delineado facilitan llegar a conclusiones concretas. La previsión del crecimiento económico para España se puede situar entorno al 2,5% –el dato casi cuadriplica el establecido para la media de la UE– toda vez que los impactos de los aranceles sobre nuestra estructura económica pueden suponer un ajuste aproximado de apenas 0,1 puntos porcentuales, por la menor exposición de la economía española a la estadounidense. En paralelo, las inversiones en bienes de equipo en el cuarto trimestre de 2024 crecieron un 7,6%, según datos del Banco de España y del INE. A su vez, se ha detectado un aumento en el ahorro de los hogares (más de un 14%). Este proceso dinámico se incardina, además, en una evolución controlada de los precios. De hecho, las instituciones consultadas prevén una moderación en la inflación: entorno al 2,5% en el curso del presente año, hasta llegar al umbral del 2% en 2026.

            Estas variables, que provienen de fuentes públicas y privadas de toda credibilidad y rigor, colocan la economía española en una posición más sólida en contraste con otras economías de la zona euro. Los avatares internacionales son los que pueden trastocar o matizar los indicadores expuestos. Hay problemas: vivienda, pobreza infantil, desigualdad, aspectos que no pueden enterrarse ante positivas variables macroeconómicas. Y que urgen de políticas específicas para atajarlos.

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