Competitividad y productividad: dos conceptos que siempre afloran en los discursos económicos. La jerga es ya tan popular que todo el mundo la suele utilizar. En el argumentario convencional, ambas palabras se refieren, sobre todo, a un hecho clave, expuesto por los think tank: se alcanzará la competitividad y la productividad si se reducen los costes de producción para, precisamente, entrar mejor en mercados muy concurrenciales. En concreto: controlar los salarios. Este axioma, convertido casi en una ley económica, preside el ideario de patronales y de gobiernos.
Sin embargo, otros análisis, que provienen también de la economía liberal, empiezan a cuestionar tales preceptos. El Institut for Public Policy Research, una institución británica de la que se nutren muchos de los discursos políticos de la City, acaba de publicar un estudio, dirigido por Anthony Dolphin, que señala diagnósticos distintos y salidas igualmente diferentes a las más ortodoxas. Dolphin enfatiza su trabajo sobre la necesidad de recuperar para la productividad aquellos sectores intensivos en fuerza de trabajo: «mientras que los fabricantes [refiriéndose a las industrias más modernas y sólidas] a menudo tienen un fuerte incentivo para mejorar su rendimiento, ya que deben competir con empresas extranjeras más eficientes, la misma presión no existe en grandes partes de la economía doméstica del sector servicios, en áreas tales como la hostelería, el alojamiento, las ventas al por menor y la industria del cuidado, que emplean a más millones de personas que lo que queda de nuestra industria manufacturera».
Entre los años 1979 y 2007, la productividad de Gran Bretaña creció a una tasa anual promedio de 2,3% en términos de producción de trabajador por hora, ayudando a impulsar el aumento de los niveles de vida. Pero, desde entonces, ha caído en un promedio de 0,1% anual. Este fuerte descenso es lo que Dolphin califica como el «rompecabezas de la productividad», hecho que ha abierto una brecha con las economías rivales, poniendo en peligro la sostenibilidad de la recuperación económica que, hasta ahora, se había impulsado en gran medida por un rápido aumento en la contratación laboral.
Ahora bien, otra explicación importante que justifica la tibia recuperación ha sido, para Dolphin, el rápido crecimiento del empleo en los sectores de baja productividad. Lean sus palabras: «Si bien el crecimiento del empleo puede haber sido fuerte durante estos tres años de crecimiento económico, era en bajos valores añadidos y con trabajos mal pagados en determinados sectores de la economía». Entonces, ese rompecabezas está servido, y resulta difícil desentrañar la dirección de la causalidad: si los trabajadores de bajos salarios tienden a ser menos productivos, ya que las empresas apuestan por el personal barato en lugar de invertir en nuevos equipos de alta tecnología (o en mejores organizativas y de formación para esa fuerza laboral utilizada intensivamente); o bien la baja productividad impide a los empleadores dar a sus empleados un aumento de sueldo.
El tema es de gran incidencia también en la economía española, en la que la contratación laboral se está realizando a partir de una gran precariedad, bajos salarios y la repartición de horas de trabajo. El círculo vicioso, ese rompecabezas del que habla Dolphin, podría romperse determinando incrementos salariales en aquellos sectores económicos más intensivos en fuerza de trabajo, es decir, en aquellas actividades que son, netamente, de servicios terciarios y quinarios. El incremento de costes de producción podría inferir, entonces, una inversión empresarial en mayores capacitaciones para sus trabajadores, en inyectar más valor añadido a la producción. Dolphin apuesta por esta tesis, siempre que no incida en repuntes inflacionarios. Pero, sin lugar a dudas, éste es un importante debate en economías maduras en las que la terciarización es la parte del león tanto en el mercado laboral como en la composición del PIB.