La Segunda Guerra Mundial impone un cambio radical en el mundo. La división de éste tras la Paz de Yalta infiere sendas concepciones políticas, culturales y económicas. En el mundo occidental, las preocupaciones radican, entre otras, en demostrar la efectividad del sistema capitalista sobre el denominado “comunismo”. Algunos economistas tratan, en tal sentido, de utilizar los nuevos instrumentales económicos, provenientes de la macroeconomía keynesiana, para demostrar que la desigualdad podría ser una fenómeno inherente en las primeras fases del crecimiento económico, pero que se corregiría con el tiempo. Esta es la base teórica de la curva de Simon Kuznets, un experto en series estadísticas, que utiliza las matemáticas y el cálculo para evaluar, a partir de series históricas, la evolución de la renta en países concretos. La advertencia de Kuznets, y sobre todo sus conclusiones empíricas, eran de gran calado: la desigualdad aparece, sin negarlo, en las primeras fases del crecimiento económico; ahora bien, éste acaba por inducir cambios importantes en la estructura económica que afectan la estructura social, de forma que la desigualdad va desapareciendo de manera gradual. Dicho de otra forma: crezcan ustedes lo más que puedan, no se inquieten si hay desigualdades flagrantes, porque el maná del crecimiento acabará por equilibrar la situación social. El paradigma recuerda mucho las fases del crecimiento económico de Rostow, tan en boga en las teorías del crecimiento económico en los años 1960 y 1970: deben ustedes crecer a partir de unas fases concretas, explícitas, con características específicas (inversión técnica, división y especialización laboral), tal y como hizo Gran Bretaña en su revolución industrial; verán entonces una gran pista de despegue, cuando todos los indicadores económicos se empiecen a disparar: su economía irá hacia un take-off sostenido. Este es el crecimiento que elude la desigualdad.
Ahora bien, estas tesis, mucho más ideologizadas, fluyen a pesar del dominio macroeconómico keynesiano (con Paul Samuelson y John Kenneth Galbraith como sumos sacerdotes de la escuela; y Philips como experto que señalaba la correlación inversa entre la evolución de la tasa del paro y la de la inflación). Y, a su vez, son criticadas desde parámetros igualmente ideológicos: la economía de la dependencia (con tintes neokeynesianos y neomarxistas) inciden en la desigualdad planetaria poniendo en solfa el cumplimiento a rajatabla de la curva de Kuznets (la “U” invertida), y hablan de “centros”, “periferias” y “semiperiferias”, siguiendo la pauta de la sociología del desarrollo de Immanuel Wallerstein y de los heterodoxos economistas Samir Amin, André Gunder Frank, Luis Vitale, Ernest Mandel, Hosea Jaffe (que incluso hacen un paralelismo de la desigualdad planetaria siguiendo el libro de George Orwell, 1984) y de los expertos de la CEPAL. Paul Baran y Paul Sweezy se erigen en los grandes referentes de esta escuela de pensamiento. Ahora bien, entre este conjunto de autores, muy prolífico y activista –con visiones, en algún caso, que reclaman la necesidad de revoluciones políticas–, emergen nombres que trabajan sin corsés ideológicos tan estrictos. Es aquí donde cabe situar las aportaciones seminales de Branco Milanovic, Amartya Sen y Emmanuel Atkinson. Éstos han trabajado bases muy potentes de indicadores que colocan la desigualdad como un factor más a tener en cuenta en los grandes presagios de la economía convencional. Su procedencia académica en instituciones como el Banco Mundial, el acceso a unos materiales extraordinarios y una capacidad teórica y técnica para procesarlos, hace que los trabajos de estos dos autores sirvan de base científica, sólida y útil para los científicos sociales del mundo, y para los economistas de manera especial. Estas contribuciones se nutren de estudios empíricos: he aquí su enorme valor. Y ese empirismo no descansa tan sólo sobre amplios fajos de estadísticas dispersas que se acaban colocando, hábilmente, en un programa informático. No; la historia económica juega aquí un papel central, historia económica que debe recurrir a los trabajos de campo, de archivo, como placenta básica para construir nuevos indicadores. Tales trabajos, que delatan la desigualdad, serán recibidos por economistas del desarrollo con ópticas no tan radicales como algunos de los citados anteriormente, pero con una “nueva radicalidad”, mucho más efectiva: la que vincula la superación de la desigualdad a la justicia y la democracia en una economía con un mercado sometido a mayores reglas y controles, sin el liberalismo salvaje que ha presidido su pauta conductual. Esto es, justamente, lo que sabido tabular, de manera solvente, Thomas Piketty: el análisis del capital en el siglo XXI bebe de fuentes enormes de datos históricos, se retrotrae a trescientos años, se centra en pocas formalidades matemáticas (utiliza, sobre todo, estadística descriptiva), hace transparentes los materiales y conduce a una conclusión fundamental: el sistema provoca desigualdad, que puede ser medida, ahora sí, con mayor profusión de datos y con mejores instrumentos que los utilizados por Kuznets.
Desigualdad y economía siempre han ido unidas; en algunos períodos, y en función de las teorías aplicadas, esta relación ha sido más llevadera; en otros, la primera se ha acabado instalando. Pero no se engañen: no son procesos inocuos, ni abstractos, ni aparecen “de la nada”; tras ellos están las personas agazapadas en las estructuras productivas, tienen su posición definida, sus intereses particulares (egoístas, como diría el gran Smith)… y ello provoca distribuciones inequitativas en la distribución de la renta: lo que llamamos, en suma, la desigualdad. De ahí que la concesión del Premio Nobel a Angus Deaton constituya una buena noticia para persistir en esta importante línea de investigación.