En política económica europea, estamos instalados en las mismas fallidas iniciativas que se pusieron en marcha de forma inmediata tras la Gran Depresión de los años 1930. Es decir: una austeridad atroz. El bucle en el que estamos ubicados es demencial: reducción del déficit en tiempo record, ruptura del crecimiento y, después, más austeridad. Se nos remite entonces a un futuro indemostrable y a que tengamos fe. Pero ante el dogma religioso, la historia económica nos da lecciones: el canciller Brüning, para tranquilizar los mercados, hizo esa política de severa austeridad entre 1930 y 1932. Resultados: tasa de paro en Alemania del 25%, descontento social, caos económico (lo explica certeramente Mark Blyth, en Austeridad, Crítica). Corolarios: radicalización de la vida política, ascenso del nazismo. No son gratuitos los avances de partidos de corte populista ni los de perfil netamente fascista en Europa.
El Banco Central Europeo (BCE) actuó hasta 2013 con la misma parsimonia que lo hizo la Reserva Federal (FED) en Estados Unidos en los primeros años 1930. El BCE renunció a ejercer como prestamista de última instancia. Si la normativa dice que el BCE no puede prestar directamente a los Estados y sí a los mercados secundarios, debiera cambiarse. Dar dinero masivo a los bancos ha hecho que éstos especulen con tales préstamos, encareciéndolos para empresarios y familias: falta de liquidez. En tal contexto, es perentorio estimular una política económica que incentive la demanda y que se preocupe por los parados, que son legión en Europa. Ello guarda una relación directa con giros radicales en la política financiera del BCE. La inversión no se genera, y sin políticas de inversión –sin dinero, vaya– no hay crecimiento, por mucha racionalidad que se ponga en los procesos de gestión y de producción. Esto está provocando una creciente pérdida de activos industriales en los países del sur, que se están consagrando, cada vez más, como aportadores de servicios de baja calidad innovadora y de alta intensidad laboral, con salarios cada vez más bajos, horarios extenuantes, con un crecimiento enorme de la explotación laboral. Si se pierde la capacidad real para ejecutar política económica desde los gobiernos, se diluye algo más importante: la Política, en el sentido aristotélico del término.
A su vez, el norte de Europa debería incrementar sus salarios, en vez de exigir, como se hace siempre, una devaluación en el sur a costa de rebajarlos. La competitividad, se arguye. Bueno: suban los países ricos sus sueldos y dejen los nuestros en paz, y ya tendremos ahí un elemento claramente diferenciador. ¿Peligro de inflación? Nulo. Y la hiperinflación de 1921 no debe perder de vista lo que sucedió en 1933, tras la austeridad a ultranza. Todo esto requiere un liderazgo europeo en clave europea; no sobre un fundamento estrictamente teutón, seriamente tocado en estos momentos. Como indica el economista Daniel Cohen (Homo economicus, Ariel), Europa necesita un “Roosevelt” (o varios, diría yo), con perspectivas más integradoras de un territorio, el europeo, que se está rezagando por la visión cortoplacista de sus dirigentes.