En 2008, y tras azarosos vaivenes, cayeron importantes entidades bancarias en Estados Unidos; al mismo tiempo, sucumbieron potentes compañías aseguradoras. Todo instituciones de carácter privado. A la par y como consecuencia de lo anterior, conocieron problemas bancos centrales y, como colofón, se sacudieron los cimientos de varios gobiernos pretendidamente estables. Estos Ejecutivos tuvieron que salir al rescate de aquellos grupos privados, que se habían movido por la codicia, la especulación y una gestión aventurada e imprudente (con la utilización de herramientas sofisticadas en el campo de la economía financiera). Veamos la dirección del fenómeno: el tema estalla en el sector privado, provoca un enorme socavón en el sistema financiero y todo acaba arrastrando al sector público. La paradoja: éste, el sector público, deviene el responsable de todo. Los hechos estilizados: la codicia, como decía, la mala gestión, la perversión de los procesos, hunde bancos que son rescatados por el contribuyente a partir de generosas inyecciones de dinero público. Pero el enfado se traslada hacia la administración y sus gestores, mientras las caídas de ingresos, a causa del estallido de la crisis, laminan las posibilidades de actuación de los gobiernos, mucho más que sus políticas de gasto. La exigencia es drástica hacia esas economías públicas: deben recortar, tras haber contribuido a la salvaguarda de buena parte del sistema financiero que, ahora más repuesto, no abre el grifo del crédito.
Volvemos, en 2016, a las andadas. La austeridad impone nuevos ajustes, y el ministro De Guindos ya ha dicho a es suficiente con un año para reajustar las cuentas públicas. Lo que quiere decir es que otro paquete de recortes sociales se avecina. Los mercados y, sobre todo, la ortodoxia alemana, están planteando retoques estrictos en las políticas públicas españolas, con un claro escenario: la rebaja de las prestaciones sociales, en particular en sanidad y en educación. Se nos insiste que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, y que no es asumible mantener la asignación presupuestaria en gasto social. Para el conservadurismo ideológico, la terminología es nítida: nos habíamos instalado en la ensoñación de una “fiesta” de la que debemos apearnos enseguida. Nuestra competitividad, se nos dice, depende de que aportemos menos servicios públicos a nuestros ciudadanos. La ecuación es ininteligible. Resulta difícil entender que para congraciarnos con los mercados –y con la cancillería germánica– debamos infra-dotar prestaciones sociales que, en el caso de España, tienen trayectorias todavía muy cortas. Mucha munición ideológica, que no se aviene con datos objetivos.
Ante esta situación y frente a las nuevas elecciones, hay aquí preguntas clave que deben formularse a todos los partidos: ¿qué piensan hacer con el tema del déficit, y cómo van a atajarlo? ¿Con más recortes sociales, disfrazados de medidas racionalizadoras? ¿Con una política de más ingresos? Estas cuestiones y sus respectivas respuestas son mimbres que van a condicionar la política económica de los próximos cuatro años. Al margen de las retóricas vacías de contenido (y que volveremos a escuchar, lamentablemente), los líderes han de concretar mucho más sus políticas públicas. Y dejarse de discursos mediáticos.