La vigencia de Keynes

John Maynard Keynes fue «enterrado» científicamente por los sepultureros del nuevo mainstream económico a fines de los años 1970: el mismo que sigue dominando hoy cátedras universitarias de Economía y gabinetes de estudio de importantes instituciones económicas. El pretendido fracaso de la curva de Philips ponía grandes paladas de tierra sobre las ideas del gran economista de Cambridge. Este fue el detonante, el inicio de la regulación neoliberal. El nuevo oráculo era Chicago, y los sumo-sacerdotes los catedráticos de esa universidad, dirigidos por Milton Friedman. Algunas de sus recetas se aplicaron sin recato en las dictaduras chilena y argentina, con resultados sociales demoledores. El Estado ya no servía para la economía; el individuo se priorizaba sobre la colectividad; las flexibilidades y las des-regulaciones eran los nuevos ejes litúrgicos para los economistas. En síntesis, de nuevo el mercado, si bien curiosamente el gasto público –no el social– siguió siendo relevante, como lo demuestran las evoluciones de los presupuestos de Estados Unidos desde la llegada de Ronald Reagan al poder. Parece ser que Friederich Hayek no estaba muy cómodo con la utilización de sus tesis en el ropaje ideológico de Reagan (Estados Unidos) y Thatcher (Gran Bretaña), toda vez que ambos líderes acrecentaron los déficits públicos en sus respectivas administraciones. Es decir, el Estado seguía interviniendo mucho en la economía, principalmente en todo el sistema económico militar –recuérdese, por ejemplo, el programa conocido como «guerra de las galaxias»–, a la par que recortaba gasto social y reducía la presión fiscal a las rentas altas, siguiendo los preceptos de la curva de Laffer.

Sin embargo, cuando esas pócimas pretendidamente milagrosas fracasan, se recupera de nuevo, de forma solapada, escurridiza, pero real, el ideario de Keynes. Esto sucedió a fines de 2008, cuando parecía que el capitalismo se desmoronaba, se hablaba de refundarlo e, incluso, se indicaba que podían saltarse las barreras de constricción de los déficits públicos: todo en aras de preservar la economía. Robert Skidelsky antepuso a esa histeria colectiva una frase lacónica: el retorno del Maestro. La vuelta de John Maynard. En éstas estamos otra vez: el luteranismo económico sólo parece funcionar –y con severos matices– en Alemania y Austria; mientras las medidas que infieren los diferentes «austericidios» desplegados no han hecho más que agravar la salud de las economías, con resultados elocuentes: incremento del paro, caída de los precios, retroceso de la demanda agregada y, como corolario letal, el aumento de la desigualdad. Ello es particularmente sangrante en los países periféricos europeos.

Keynes sigue vigente, a pesar de las críticas que puedan formularse hacia su obra, y de la obstinación que muchos tienen en dejar sus ideas sepultadas bajo el olvido. La conocida conferencia que dictó en España, en 1930 en la Residencia de Estudiantes, «Las posibilidades económicas de nuestros nietos», contiene ideas como éstas:

«Predigo que los dos errores opuestos consecuencia del pesimismo y que hacen tanto ruido hoy en día se probarán falsos en nuestro propio tiempo: el pesimismo de los revolucionarios que piensan que todo está tan mal que nada nos puede salvar salvo el cambio violento; y el pesimismo de los reaccionarios que consideran que el equilibro de nuestra vida económica y social es tan precario que no podemos arriesgarnos con experimentos.»

La economía de la depresión fue el marco central del trabajo de Keynes: nadie como él –con quizás las excepciones de Arthur Pigou, Michael Kalecki y, desde otros postulados de perfil neoricardiano, Piero Sraffa– supo ver las posibilidades de las economías públicas en escenarios de graves crisis económicas, cuando precios y demandas se contraen y se van generando sobreacumulaciones de capitales que se drenan hacia la esfera financiera. La teoría del multiplicador, cuya paternidad primigenia es de Richard Khan, fue divulgada por Keynes y ha resultado un factor crucial para el avance de la macroeconomía. De hecho, fíjense cómo agentes económicos y sociales, junto a instituciones económicas y mediáticas, suelen reclamar que los gobiernos inviertan para reactivar la anemia económica, cuando ésta se halla sin apenas resuello.

La vigencia de Keynes es, a mi juicio, total, independientemente de que se puedan construir modelos alternativos de crecimiento económico o de desarrollo humano, bajo preceptos alternativos y heterodoxos. Hoy en día, ser keynesiano se asimila a la heterodoxia para el mainstream, habida cuenta que, en la realidad pura y dura de la política económica, los preceptos que emanan de la Teoría General fueron los que sustentaron el período más dinámico e igualitario de la historia económica contemporánea. Muchos ven la obra del economista de Cambridge de reojo, para no mirarla de frente y darle la credibilidad que se merece; otros siguen con su cruzada anti-keynesiana, otorgando al Estado la fuente de todos los males en la economía. Y si observan con detenimiento los mensajes que van saliendo por boca de importantes voceros de la economía mundial, se advierten guiños inequívocos a las otrora malditas políticas keynesianas. Y puede existir alguna secreta tentación para que los profetas del equilibrio vean en aligerar las duras reglas neoliberales la única posibilidad de salir del pozo de la crisis económica. Keynes, redivivo: con sordinas, con críticas, con matices. Pero el Maestro puede regresar de nuevo a las aulas y a las palestras, de donde no debió salir nunca.

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