El Brexit empieza a tener esta primera consecuencia inmediata: algunos países, incluido Gran Bretaña, se están planteando reducir las cargas fiscales en los impuestos de sociedades. Se pretende competir, así, con la oferta irlandesa –Dublín–, cuya línea impositiva no rebasa, en este punto, el 13%, frente al 25% de Amsterdam y Madrid o cerca del 30% en París. Se inicia, por tanto, el baile de despropósitos, con los liberales henchidos por la propuesta: oh, reducir impuestos; vean ahí el gran norte de estos doctrinarios, que tienen aquí una razón profunda para atraer empresas, sin ir más allá acerca de las consecuencias de reducir la capacidad recaudatoria de los Estados. Resulta inútil que se les recuerde el problema del déficit público, que ellos mismos consideran sagrado, de manera que siguen, empecinados, en una cruzada que pretende cuadrar el círculo: rebajar los ingresos de las administraciones, reducir los desequilibrios de las cuentas públicas y, al menos en las declaraciones formales, seguir manteniendo el Estado del Bienestar. Esto no es posible, y creerles supone seguir incurriendo en la ceguera que domina los preceptos de la troica y de sus correas de transmisión.
Vamos a ver, en los próximos días, acendrados defensores de las reducciones de impuestos para atraer capitales y empresas, con el relato, que va a ser común en muchos países, que eso será beneficioso para quien lo impulse. Y esto se irá manifestando a la par que, desde Bruselas, se alude a sanciones económicas a los que no cumplen con los requerimientos del déficit público. El dislate es total: los mismos tipos que, severamente, castigan a los alumnos díscolos que no cuadran bien sus gastos y sus ingresos, son los que aplauden, con sus palmas liberales, a quienes abogan por bajar las cargas fiscales que, precisamente, ayudan a equilibrar las cuentas públicas. Lo dicho, una «guerra» absurda, una más, movida de nuevo por la improvisación, los corsés ideológicos y la falta del más mínimo rigor económico.