Si la sensatez no se instala en el electorado de Estados Unidos, Trump puede convertirse en un presidente cuyas acciones, las que le dejen, pueden conducirnos a un auténtico disparate de múltiples dimensiones.Trump encarna un neo-nacionalismo norteamericano que se está refugiando en unas pretendidas esencias y en una pureza racial que pensábamos ya arrinconada. Observen que la batalla no se circunscribe a la economía ni a los grandes ejes de la política social: en ambos casos, con todas las críticas que ustedes quieran, Obama ha salido bien parado. Pilotar con éxito la más grave crisis desde 1929 no es poca cosa, y todos los datos rubrican que Estados Unidos ha salido de la Gran Recesión, tanto en sus variables macroeconómicas como en los indicadores del mercado de trabajo.
Por tanto, los republicanos más extremos ponen el énfasis en destapar el tarro de las esencias: la ley, el orden y la preservación del americanismo puro, de forma que urge cerrar fronteras y poner dificultades a la inmigración. Sólo así cabe leer las dos grandes propuestas (por calificarlas de algún modo) de Trump: el muro mejicano y la no colaboración con los aliados de la OTAN. Estamos, pues, a las puertas de un nuevo proteccionismo mal entendido, que busca fragmentar al máximo una sociedad, la americana, que es verdaderamente cosmopolita, en el sentido descrito por Pascal Bruckner en su delicioso ensayo sobre cosmopolitismo y globalización (El vértigo de Babel, Acantilado, Barcelona 2016). Nos podemos hallar, entonces, en la antesala de un mundo mucho más incierto, convulso y desconfiado; un retorno a ciertos parámetros ya conocidos de la guerra fría. Un desastre sin paliativos. Esperemos que las grandes ciudades americanas puedan contrarrestar el avance de un personaje inculto, grosero y estulto, de forma que acabe por ganar el sentido común.