El debate sobre el tema se ha suscitado en la misma campaña electoral norteamericana; pero no sólo allí. También en otras latitudes, la orientación por las políticas proteccionistas en el terreno económico está ganando adeptos. Es éste un efecto contundente de la Gran Recesión, que recuerda en algunas declaraciones y postulados a otras etapas de la historia económica, en las que los gobiernos trataron –y consiguieron en muchos casos– cerrar sus economías para protegerlas. Esto aconteció en el último tercio del siglo XIX, en pleno proceso de crecimiento de la Segunda Revolución Industrial; pero también se observaron movimientos parecidos al finalizar la Primera Guerra Mundial, hasta la misma Conferencia de Génova de 1922. La protección se invocó desde Estados Unidos, país que emergía como gran líder de la economía mundial, y tal posicionamiento provocó respuestas parecidas en el resto del mundo. Los aranceles subieron, y los intercambios comerciales se resintieron gravemente. Sólo a partir del Plan Dawes, que infirió la liberalización del crédito hacia los países europeos por parte de Estados Unidos y la apertura de fronteras, favoreció un nuevo empuje a la economía.
Permítanme que recuerde todo esto, porque a veces los economistas lo olvidamos. Ahora, ese ideario se dibuja, nebuloso pero bien tangible a la vez, en las soflamas de los líderes europeos y de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. En este punto, curiosamente, las diferencias ideológicas parecen ser escasas, y todos ellos braman ante las consecuencias de la globalización, a saber: la deslocalización de los procesos productivos hacia áreas geográficas con costes laborales unitarios más reducidos y que, por tanto, ofrecen más competitividad a las empresas. Procesos que quizás esos mismos dirigentes o sus partidos liderados antaño por otros, promovieron bajo la divisa que todo eso era necesario y positivo: un factor más de progreso económico.
Esto va a suponer una amenaza para la economía mundial en los próximos meses, si se afianzan tales relatos. Lo he comentado en otras entregas de esta columna: 2017 puede ser, para la economía internacional –y, por tanto, también para la española– un año de menor crecimiento del que se pronostica y, por el contrario, un ejercicio de mayor preocupación de cara a la solvencia efectiva del repunte económico. No se aprende de las lecciones del pasado. Y eso tiene un coste reiterado para los gobiernos y, lo que es más relevante, para la población.