La encrucijada económica en la era Trump

Se ha producido lo que muchos pensaban que era imposible: el ascenso a la presidencia de Estados Unidos de Donald Trump. ¿Qué claves debemos observar en este mandato ya iniciado? En estos momentos, se dispone sobre todo de las declaraciones del propio Trump en la campaña electoral y en sus primeros discursos como electo. La vacuidad de sus formulaciones de carácter social y político, en las que no quiero entrar porque han sido ya muy comentadas, no puede hacernos perder la visión de las posibles propuestas económicas y geo-políticas que encierran los argumentos del magnate neoyorquino. Sabemos que los candidatos ofrecen unas ideas en el momento de concurrir al mercado electoral, que pueden matizar o variar radicalmente en el ejercicio del poder. La realpolitik condiciona la acción gubernamental. Ahora bien, ante esa espera, veamos qué puede deparar el mandato de Trump, a juzgar por sus promesas electorales. Con todo, su primer discurso como presidente ha sido ya elocuente y no presagia nada positivo.

En primer lugar, el objetivo de un cierto proteccionismo económico, mucho más acentuado que el ya existente en determinados sectores de la economía americana, como es el agrícola. Trump, que no proviene precisamente de ningún campus universitario ni de un prestigioso bufete de juristas, ha afirmado que va a conseguir empleo para los americanos que se sienten amenazados por el avance de la población inmigrante; que va a consolidar sus puestos de trabajo a los que lo tengan, sin temor a que puedan arrebatárselos los extranjeros; que va a impulsar medidas para desarrollar la producción nacional; y que, en definitiva, va a penalizar la entrada de mercancías foráneas. De ahí sus declaraciones hostiles hacia los tratados comerciales, vistos como caballos de Troya hirientes para la industria estadounidense. Esto puede comportar políticas arancelarias severas con las mercancías europeas y asiáticas, dos áreas prioritarias del comercio de Estados Unidos. Lo que, a su vez, generaría tentaciones recíprocas en los países afectados, hecho que sin duda acabaría por ralentizar las transacciones mercantiles. Los mensajes de campaña hacia la población blanca sin formación obedecen especialmente a ese pretexto, a esa línea de actuación: un orgullo patriótico, productivo, que lamine lo externo, observado como intrusismo que desindustrializa, que provoca decrecimiento, paro y bajos salarios.

En segundo término, no es arriesgado esperar cambios en la dirección de la política exterior de la nueva administración republicana. Si Trump se centra más en el mercado interior norteamericano, es probable que diluya su presencia en áreas geográficas de gran calado estratégico, como por ejemplo la que alberga los océanos Índico y Pacífico, con el mar de China como eje central. Aquí, un espacio por el que transita buena parte del comercio entre Estados Unidos y Asia –lo que ha desviado la atención geo-política de Washington más hacia el Pacífico que hacia el Atlántico–, el conflicto diplomático y comercial estaba servido, toda vez que Pekín piensa que ese mar del sur de sus fronteras le pertenece, mientras que Washington cree que se trata de un lindar internacional. No ha sido gratuita, por tanto, la hostilidad china –y rusa– hacia la administración Obama y, por consiguiente, hacia la candidatura de Clinton; mientras tanto, Pekín y Moscú han visto con simpatía las opciones de Trump, toda vez que su previsible repliegue interior –a tenor, insisto, de sus reiteradas declaraciones– hace suponer un mayor desinterés norteamericano hacia la zona. Un hecho que, además, debe estar preocupando mucho a Tokio y Delhi, capitales de países importantes del área que estaban más posicionados con las perspectivas de Clinton. Aquí tenemos, pues, una previsible geografía convulsa por su frágil equilibrio, de perfil netamente asiático –no olvidemos que ahí está también Corea–, que la “retirada” estadounidense puede propiciar.

Un tercer elemento tiene relaciones directas con los anteriores. Cumplir con las promesas efectuadas, tanto en el terreno interior de la economía americana, como en el exterior, re-direccionando la geopolítica, comporta el desarrollo de una pieza clave: el aumento del gasto público. Trump, en una de sus primeras declaraciones como presidente electo, ha subrayado que piensa iniciar un plan de inversiones en infraestructuras para mejorarlas en todo el país. Es como regresar a la América de 1932-1933, con Roosevelt a la cabeza (y que me perdone Franklin Delano): una especie de New Deal que dé trabajo y seguridad, de la mano de un sector que el nuevo presidente conoce muy bien: el de la construcción. Aquí es donde puede emerger el empresario vinculado a una actividad que le ha proporcionado un gran patrimonio, conexiones empresariales y políticas, la vinculación con lobbies económicos y, por tanto, posibilidades tangibles de actuación, con el control del Congreso y del Senado. A esto puede añadirse una mayor apuesta por la industria militar, de gran capacidad de arrastre y creador de economías externas, si Trump mantiene su particular cruzada anti-islamista. En este contexto, sin embargo, tiene una contradicción más: su anti-semitismo también declarado, que va a granjearle problemas con el poderoso grupo judío.

Finalmente, un cuarto elemento debe remarcarse. La presidencia de Trump supone el acendramiento de una crisis que va más allá de la economía: es la consolidación de una crisis política y social. Los preceptos neoliberales, dominantes desde los años 1980, han consolidado un discurso muy conservador en las políticas económicas públicas y procesos de des-regulación que han salpicado todas las economías del mundo, con resultados negativos precisamente en la esfera social. Y con crecimientos económicos limitados, en el ámbito de la economía productiva; mientras han sido de gran relevancia en las vertientes más especulativas (crisis de las empresas tecnológicas en 2000; y de las subprime desde 2007). Tales premisas se han elevado a las cátedras de Economía y a los más importantes think tank socio-económicos del mundo, de forma que se ha conformado un mainstream de corte casi bíblico, como único camino viable hacia el crecimiento, una especia de Tablas de la Ley infalibles que, sin embargo, no están avaladas por datos que tengan gran continuidad temporal. En tal sentido, la ideología ha dominado sin discusión sobre la economía, entendida ésta como disciplina científica. Los resultados son conocidos: el aumento constante de la desigualdad, un desarrollo económico anémico en las sociedades que más crecieron entre 1945 y 1975 y una fractura social, a la que las formaciones social-demócratas no han sabido contrarrestar de forma solvente. La crisis social es latente. Y la política también. La incapacidad en recuperar recetas que se revelaron exitosas para generar y mantener el welfare state, ha promovido el avance imparable de populismos que, en sus manifestaciones derechistas, se instalan en mensajes simples, zafios y directos. Pero efectivos: vamos a recuperar lo que has perdido, podría ser el eslogan lanzado sin ambages a un electorado irascible, molesto y, sobre todo, huérfano de referencias creíbles en el sistema establecido.

La traslación de todo esto a Europa no se hará esperar. Los próximos comicios en Francia, Alemania y Holanda inquietan: Trump ha dado alas a sus homólogos anti-europeos, teñidos de un nacionalismo parecido del que presume el mandatario norteamericano. Bajos salarios, trabajo precario, poco interés hacia estos problemas por parte de las élites europeas, he aquí el caldo de cultivo perfecto para este virus pretendidamente anti-sistema, que no hace más que reforzarlo. Frente a tal escenario de incertidumbre, las autoridades europeas están actuando como si el tema no fuera con ellas: resulta difícil ver mayor inoperancia e ineptitud, tras la más reciente historia económica vivida. A mi juicio, dos ejes básicos debieran considerarse ahora mismo, sin mucha dilación, observando el corto plazo como coordenadas estratégicas: la suspensión del pacto de estabilidad –que ya ha infringido mucho sufrimiento social, y lo seguirá haciendo si no se remedia– y la promoción de un programa económico robusto –mucho más ambicioso que el Plan Juncker, con el concurso inequívoco del Banco Europeo de Inversiones y del Banco Central Europeo–, con un objetivo elemental: la reducción del desempleo –que es el 10% en la Unión Europea, como media– y el recorte de las desigualdades –con coeficientes de Gini cada vez más preocupantes–. No entender esto puede significar que idénticos mensajes a los lanzados por Trump en Estados Unidos –y que le han valido la victoria– se repitan en Francia, Alemania y Holanda próximamente, con resultados que, quizás, sean parecidos a los conocidos en el gigante estadounidense. Pero entonces nadie deberá argumentar desconocimiento ni sorpresa. Ni podrá entonces rasgarse, fariséicamente, las vestiduras.

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