La Comisión Europea ha reconocido, en su reciente Libro Blanco, que las recetas aplicadas durante la Gran Recesión en Europa no han dado los frutos que se esperaban. Que los jóvenes van a ser, tal vez, quienes más padezcan las consecuencias de la crisis. Que esos jóvenes pueden verse abocados a vivir peor que sus padres, rompiendo así con un cierto determinismo histórico que indica que las generaciones se renuevan para bien. Y que mejoran. Para los miembros de la Comisión Europea, la situación es de gran dificultad: no se ven atisbos de recuperación solvente. Sólo se les puede decir: bienvenidos al club. Sí, ya era hora que reconocieran las cantidades de errores que han cometido en nombre de una ortodoxia fallida, de una ceguera ideológica. Los datos europeos son preocupantes: la desigualdad se ha agudizado desde 2007, y la polarización social se ha incrementado, de manera que ha crecido la pobreza, la desocupación crónica y la precariedad. Es cierto que esto es desigual territorialmente; pero no es menos verdad que Europa asiste, exhausta, al derrumbe de todo un recetario fallido que, no obstante, se sigue aplicando de forma torticera y machacona. A pesar de los fariseicos golpes en el pecho con los que ahora nos obsequia esa Comisión.
Se nos habla de recuperaciones económicas teóricas, sustentada sobre las cifras del crecimiento económico, sin cotejar variables de carácter social que permitan matizar o complementar los números estrictos del PIB. Un dato es relevante: los salarios han perdido capacidad en los segmentados mercados laborales; y la masa salarial retrocede claramente en las cifras de composición de la renta, mientras los excedentes empresariales arañan cada vez más cuota. La reducción de los costes laborales ha sido el corolario tras el que se escondían palabras altisonantes y siempre acariciadas: competitividad, productividad, conceptos de gran transcendencia económica pero que debieran cualificarse mejor en los tiempos que corren. Fíjense: la pérdida salarial media por trabajador ha sido de unos 800 euros al año, mientras la cifra de negocios de las empresas ha crecido en un 2,5% en 2016, en una tendencia positiva de los tres años últimos. O sea: el salario pierde y la recuperación que glosa el gobierno no acaba por llegar, en condiciones, a los sectores más desfavorecidos. En tal contexto, es cada vez más necesaria una política de rentas distinta, que suponga mejoras para la capacidad adquisitiva de la población trabajadora, y que incida, por tanto, en un impacto claro sobre el consumo y la demanda.
La Comisión Europea se ha percatado, en ese documento importante al que aludía antes, del problema del frágil consumo europeo. Y, a la vez, ha advertido de las condiciones sociales que se están dibujando en una Europa que puede ceder paso a posiciones xenófobas y racistas, a causa de la inacción de las principales instituciones comunitarias. Es cada vez más urgente variar las políticas públicas, y diseñar una nueva hoja de ruta europea que pase por dos ejes clave. En primer lugar, por un ambicioso programa de inversión pública, canalizado hacia los sectores de población con mayores dificultades laborales (los jóvenes y los mayores de 50 años). Esto debiera fomentarse desde las entidades bancarias comunitarias ya existentes, con el concurso decidido del Banco Europeo de Inversiones y la tutela del Banco Central Europeo. No puede ni debe tenerse miedo a los vaivenes financieros que esto pudiera comportar: la aparente tranquilidad de los mercados reposa sobre una verdadera bomba de relojería, de comportamiento incierto y, sobre todo, sobre la situación de miseria de muchos asalariados –en caso de que tengan un empleo, cuya precariedad está cada vez más extendida–. Esto sí que encarna un peligro que va más allá de la esfera económica, toda vez que se incardina en el tejido político y social: en la desconfianza ante el proyecto europeo. En segundo término, en una estrategia clara y contundente de quitas de deuda pública. Ésta no es sostenible, y la obstinación en mantenerla sin ningún tipo de revisión lo que va a seguir generando es impotencia y frustración a la ciudadanía. El caso griego vuelve a estar sobre el tapete: se les exige a los helenos todavía más sacrificios (reducción de las pensiones, recortes de inversiones, más despidos públicos) para mantener así el superávit primario. Es decir, todos los esfuerzos se consagran para pagar una deuda impagable que, cuando las autoridades comunitarias se den cuenta –como al parecer se han dado en el Libro Blanco en relación a los jóvenes– ya se habrá infringido tal castigo a la población que no resultará fácil recomponer el disparate.
Europa se va a apagar si no se enciende, de nuevo, la luz clara de una ideología opuesta a la existente. Es ésta la que impide cualquier avance; los mercados son determinantes, nadie lo niega. Y deben ser auscultados siempre. Pero los mercados no pueden imponer siempre una regla de oro, que los economistas venden como una ley científica e imbatible. Hay demasiada experiencia ya de vías muertas, de senderos sin salida, por la tozudez en mantener unas medidas que se han revelado letales para el grueso de la población. Esa ha sido la ideología dominante, la que moldea los discursos económicos, marca las vidas de las personas, determina las leyes laborales, condena a los vulnerables, una categoría que desgraciadamente va creciendo, inconmensurable. Esa ideología debe tener su oposición ideológica: la que nunca debió haberse perdido por parte de la socialdemocracia europea, obnubilada por la liturgia de los mercados, la religión de la oferta y la demanda sin las críticas pertinentes y la creencia en una fe que no está resultando precisamente el camino hacia el paraíso. Los progresistas, lo decía hace poco el amigo Antón Costas, deben volver a las trincheras: una metáfora que comparto para describir que es cada vez más necesario armar ideológicamente la socialdemocracia para que se reabastezca en sus orígenes, ofrezca con valentía soluciones y huya de los recetarios almibarados del mainstream. Y diga, alto y claro: no al neoliberalismo, no a las políticas que reducen el bienestar, no a la tiranía impostada para justificar el dominio de unos mercados a los que nadie ha elegido. No hay que inventar nada nuevo; huyamos también de los adanistas, de los inventores de todo, de los detractores de lo vivido, porque, nos dicen, no sirve para nada. Hay que reconstruirlo todo. Tarea inútil, imprecisa, impotente. Pensemos, por el contrario, que hay mucho trabajo hecho, hay mucha teoría elaborada, hay muchos ejemplos de los que aprender y muchas políticas que replicar, de nuevo. Nadie es un Prometeo encadenado que espera que lo desaten para ofrecer un fuego inexistente. Los dioses no existen, y no hay más héroes que los humildes. La izquierda debe construir a partir de lo que ya ha hecho, recogiendo las experiencias vividas por miles de personas que, en otros momentos, en otras épocas históricas, pasaron también por circunstancias difíciles, por avatares luctuosos. Y salieron, a fuerza de coraje, de inventiva, y de aprender de las trayectorias. Es la ideología lo que tapa la posibilidad de avanzar: la ideología que domina y que pretende transformarse en ciencia, para que no pueda rebatirse, para que no sea criticada. Esta es una clave que la socialdemocracia debería considerar. Y ofrecer la ideología renovada que nunca debió haber extraviado.