Crecimiento con desigualdad

Aquellos que nos dedicamos al mundo de la economía, de una u otra forma, deberíamos hacer un acto de contrición profesional. No solamente no supimos ver la dimensión de la Gran Recesión, sino que los recetarios que se han impuesto se han revelado un fracaso rotundo. Este último aserto ha sido promulgado, sobre todo, por economistas heterodoxos, es decir, aquellos que no se ubican en el mainstream de la profesión. Tales afirmaciones han sido tildadas como falacias, y despreciadas por los economistas convencionales, inspiradores esenciales de los ejes básicos de las políticas económicas desplegadas en Europa tras la crisis. Pero he aquí la paradoja actual: algunos de estos próceres del neoliberalismo empiezan a cuestionarse todo lo hecho hasta el momento. Desde Martin Wolf en las influyentes páginas del Financial Times, hasta el propio FMI, por boca de su directora, Christine Lagarde. “El crecimiento sólo ha beneficiado a unos pocos”, ha sentenciado la dirigente, a la par que aboga por repensar la globalización tal y como se está desarrollando.

De hecho, los informes más recientes del FMI –a los que se suman otros de instituciones afines, como el Banco Mundial– inciden en la importancia de la desigualdad de rentas, en las economías más avanzadas, como un serio peligro para el mantenimiento del sistema económico.

Este aparente giro debería hacer pensar, a los economistas, que urgen explicaciones más convincentes sobre el diagnóstico de la crisis y, sobre todo, sobre las medidas aplicadas para resolverla. Porque los mismos tipos que hace pocos años reclamaban equilibrios presupuestarios a ultranza, sin considerar los efectos sociales que ello supondría, son ahora los que dicen que, bueno, quizás se pasaron un poco y debe reconducirse la situación. Y eso se dice sin el más mínimo atisbo de vergüenza, ni de disculpas públicas. Hace ya mucho tiempo que la llamada heterodoxia económica viene denunciando los problemas gravísimos que acarrea la austeridad expansiva. Ahora, se nos da la razón.

La situación de la economía mundial, que no parece resolverse en una senda de crecimiento redistributivo –garante del bienestar social–, tiene retos cruciales inmediatos, que dependen de la voluntad política de los gobiernos: subidas de salarios, mayor presión fiscal a rentas más elevadas, incremento de inversiones públicas, reestructuración de las deudas –impagables, tal y como están formuladas ahora mismo– y planes agresivos de ocupación que inserten la población más joven en los tejidos productivos. Nada de eso se contempla en los portafolios gubernamentales, que siguen obstinados, tras las recomendaciones de Berlín y Bruselas, en mantener a raya el equilibrio en unos presupuestos públicos que están pensados, esencialmente, para sufragar los problemas de débitos al sistema financiero.

Las declaraciones de Lagarde o de otros mandamases de la economía mundial no debieran quedar en palabras huecas, si realmente pretenden fomentar un capitalismo distributivo y no un capitalismo expoliador. Más que nada para, si me apuran, preservar ese capitalismo (a secas, sin adjetivar) que ellos dicen defender.

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