Costes, riesgos, contradicciones de la economía de mercado

 

 

  1. La hipocresía ideológica: todo por el mercado, pero sin el mercado

La economía de mercado tiene costes, tiene riesgos. La pregunta clave es quién los asume. Aquí se establece una especie de “juego” entre la esfera pública y la privada. Esta última proclama a los cuatro vientos las excelencias del mercado como institución eficiente para la fijación de precios. Sin embargo, los resultados acaban siendo distintos: los llamados emprendedores, empresarios que nutren páginas de elogiosas publicaciones salmón, persiguen la captación de subvenciones públicas de la forma que sea, hasta llegar a casos fragantes de corrupción económica. ¡Schumpeter los expulsaría del templo de la innovación! Esta actitud torticera acaba siendo su especialización, que además comporta una clara distorsión en la economía de mercado: otros jugadores del mismo quedan al margen por la asimetría informativa que tienen corruptores y corruptos. Los ejemplos en la economía española son ya llamativos, y suponen un coste del orden de los 50.000 millones de euros anuales, una cifra que contempla sobrecostes no justificados de obras públicas y corrupciones de carácter más directo (cobro de comisiones particulares, financiación de partidos). Es aquí donde la hipocresía ideológica alcanza grados elevados: el Estado, denostado y criticado siempre, acaba por ser una pieza determinante para los pretendidos liberales, que buscan en las ubres públicas lo que ese mercado que enaltecen no les puede ofrecer (o ellos no pueden alcanzar).

Mariana Mazucatto ha escrito un libro espléndido sobre todo esto, poniendo un énfasis preciso en la significación del Estado emprendedor. Una reivindicación clara de la inversión pública como acicate básico que se acaba extendiendo al ámbito privado y, después, a la sociedad. Los estudios de caso son ilustrativos. Y en prácticamente todos ellos, los triunfadores privados, los emprendedores, han accedido en mayor o menor grado (sobre todo en mayor) a fondos públicos esenciales para el funcionamiento de sus proyectos. Éstos, al final, han revertido en un beneficio limitado para el conjunto de la población, si bien la imagen que puede tenerse es la contraria. Algunos datos: la capitalización bursátil de las cien empresas más ricas de Silicon Valley representa unos tres billones de dólares. Esto beneficia, sobre todo, a un grupo reducido de managers y altos directivos (mayoritariamente varones y de raza blanca). En paralelo, según explica en un reciente trabajo Éloi Laurent, California se empobrece, toda vez que colegios y universidades públicas están en retroceso, a la vez que la especulación inmobiliaria se ha disparado y ha hecho crecer la pobreza.

Estos capitalistas emprendedores tienen, además, dos santos y señas específicos: la elusión de impuestos y el recorte de salarios. La defensa a ultranza de la bajada de impuestos constituye un mantra pretendidamente demostrado por la teoría económica, a saber: reducir impuestos supone dinamizar la economía. Busquemos algún caso en la historia económica en la que se demuestre esto de forma fehaciente… No existe. A su vez, conceptos básicos como el de competitividad se acaba relacionando, tras la fraseología de rigor que trata de edulcorar la situación, con el control de los salarios. Pagar menos: al Estado y al trabajo; he aquí las coordenadas estratégicas de muchos de estos laureados próceres de la economía capitalista. El corolario de esto es la desigualdad, que ha ido creciendo en las economías occidentales desde los años 1980, con la substitución del paradigma keynesiano por el neoliberal. La investigación económica abona esta perspectiva: la desigualdad es un resultado de la falta de inversiones en sanidad, educación, servicios sociales, protección ambiental y laboral. Los estudios de historiadores económicos, como Thomas Piketty –muy contestados sobre todo desde la esfera más neoliberal–, van en una dirección similar: a raíz de la Gran Recesión, la desigualdad consolida su extensión; eliminarla representa un factor importante incluso de eficacia. Los argumentos al respecto, relacionados con la reforma sanitaria de Barack Obama, son claros: el aumento del número de personas con seguro médico (del orden de 20 millones) ha supuesto una reducción del gasto sanitario. Esto es lo que Donald Trump quiere fulminar con su “nueva” política.

 

  1. Reducir la inversión para equilibrar el presupuesto

En épocas de expansión, los liberales-estatistas funcionan con facilidad, pues obtienen encargos del sector público –que muchas veces invierte en etapas de expansión económica, cuando debiera reservarse para las contractivas–, en concurrencia o con asimetrías. Pero cuando la recesión emerge –con signos que la economía ha manifestado poco tiempo antes, en forma de caídas en los beneficios empresariales–, los apóstoles del liberalismo preconizan la urgencia en controlar las cuentas públicas, acusadas de despilfarro e ineficiencia. Cuando la repartición era fluida, las críticas podían hacerse in palazzo; cuando el reparto se congela, las descalificaciones se hacen in piazza. Lo público, se argumenta, debe desmantelarse. Las inversiones de la administración han de cesar para equilibrar los déficits presupuestarios. Todo en aras de preservar la economía de mercado que, en los momentos de vino y rosas, se retroalimentaba de la generosidad de los recursos públicos. Ahora bien, en las coyunturas más desfavorables, cuando la inversión privada cae –porque la rentabilidad también se desmorona–, lo último que debe hacer el sector público es retirar su capacidad inversora en el mercado. La parálisis en las asignaciones de recursos hacia infraestructuras y servicios sociales lo que infiere es un mayor estancamiento económico. Hay que recordar, porque muy a menudo se olvida, que los activos del Estado son la educación, la sanidad, las infraestructuras; y que para afianzar su permanencia aquél debe endeudarse. Y su deuda no se puede poner al mismo nivel que la privada y la familiar. De hecho, las estadísticas disponibles sobre la economía española señalan el control de la deuda pública hasta 2007, en unos parámetros que eran los recomendados por Bruselas –no más allá del 60% sobre PIB–, mientras la privada se encontraba en una fase galopante de crecimiento. Pero recuérdese que era la deuda pública la que se criticaba de manera inmisericorde, cuando desde 2008 empezó a crecer ante la falta de ingresos tributarios por el estallido de la Gran Recesión. Y, también, ante la conversión de deuda privada en pública.

Frente a todos estos problemas, los economistas invocan un concepto totémico: la competitividad. Concepto que ubican al lado de otro, la productividad. En relación al primero, el mensaje es de un abstraccionismo insultante, pero que políticos y patronales compran ciegamente: ante el hundimiento económico de Europa –se suele decir–, hacen falta reformas estructurales valientes, decididas, que faciliten el aumento de la competitividad. Siempre insisto en este punto: debemos calificar mejor el concepto. ¿De qué competitividad hablamos? Por extensión: ¿de qué productividad hablamos? Veamos; estamos hablando de afectar:

  • ¿Los costes laborales unitarios?
  • ¿La productividad por hora?
  • ¿La cualificación del capital humano?
  • ¿La competitividad del capital?
  • ¿La competitividad vía precios?

Esta nómina no es exhaustiva; pero en función de cuál interrogante queramos despejar, los caminos de política económica son muy distintos. Sigamos:

a) Las cifras de productividad llevan a engaño, como se aprecia en los datos del Conference Board Total Economy DataBase, mayo de 2015. De hecho, en muchos años la productividad de países tan criticados como España ha superado la de otros siempre incólumes y bien reconocidos, como Alemania. En paralelo, entre 2007 y 2015, la productividad de Estados Unidos fue inferior a la de España –con la excepción de 2015–. No estamos, pues, ante un sur patético y un norte musculoso, en cuanto a las medidas convencionales de productividad. ¿Queremos entonces mayores productividades que, además, no se acompasan con los aumentos de los salarios?

b) La competitividad sin calificación tiene como peligro intrínseco que esas “reformas estructurales” a las que se remite siempre acaben por cristalizar, de facto, en una reforma mucho más directa y menos sofisticada: la bajada de salarios y la flexibilidad de la fuerza de trabajo. Esto conduce a la precariedad social, a la pauperización de la clase trabajadora y la génesis de problemas en la llamada clase media, que tiende a proletarizarse en sus segmentos más vulnerables. Como contraste, el concepto de competitividad tal vez debiera vincularse, cada vez más, con factores de mejoras ambientales y bienestar social; o, dicho de otra forma: de sostenibilidad ecológica y social.

 

  1. El reto ecológico y la encrucijada telemática

Por desgracia, siguen existiendo personajes políticos –y también economistas, todo sea dicho– que afirman que el funcionamiento casi automático de los mercados resolverá otro de los problemas de la economía mundial, el ecológico. Éste representa uno de los costes más elevados, que supera las precisiones más crematísticas. Ahora bien, las investigaciones más solventes desde el campo de las ciencias experimentales detallan el peligro de la acción descontrolada del hombre sobre la naturaleza. La tecnosfera que se ha impulsado sobre todo a raíz de las revoluciones industriales, ha incidido de forma negativa sobre los equilibrios naturales de la biosfera. Estamos, pues, ante la idea de externalidades económicas, manejadas por la economía como consecuencias inherentes al crecimiento económico. Tal situación –es decir, la noción de que los impactos que se causan sobre el medio ambiente desde las fases de producción y distribución– han promovido nuevos retos para las ciencias sociales. Las controversias han sido importantes en ese contexto: detener las externalidades puede suponer paralizar también la creación de puestos de trabajo; no poner medidas expeditivas a tales externalidades va a comportar la degradación del planeta, con resultados imprevisibles pero negativos. Ambos caminos parecen dispersos: contradictorios en si mismos. Pero de forma gradual van apareciendo actividades que podrían calificarse como mixtas: se preocupan de la eficiencia ambiental, al tiempo que no rehúyen la dinamización del mercado laboral. Transición ecológica y ocupación no tienen que ser necesariamente factores antagónicos, tal y como revelan datos muy recientes. El ejemplo de Francia es meridiano en esa dirección: las actividades ecológicas van creando cada vez más empleo: del orden del 3% entre 2004 y 2010, frente al 0,5% del resto de la economía, según datos publicados por Éloi Laurent. ¿Puede existir un “capitalismo verde”, entonces? Sin duda: si existen nichos de negocio y de mercado, esta posibilidad es plausible. ¿Es esto más positivo para el planeta? Sí, desde la óptica ambiental, independientemente de la cuestión laboral o del control de los resortes económicos básicos de estas nuevas actividades. Los costes de transición –por ejemplo, en la energía– serán elevados en el plazo inmediato, a pesar de que sus efectos positivos se dejarán sentir en el medio y largo plazos. Pero, además, estas nuevas necesidades infieren también otras prospectivas en el ámbito de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Aquí, los augurios son dispares: desde el dibujo de una Arcadia feliz, presentado por Jeremy Rifkin acuñando el concepto de tercera revolución industrial –energía limpia, descentralización productiva, control de la información, tiempo de ocio–; hasta el horizonte más realista que expone Klaus Schwab, perfilando una cuarta revolución industrial que tiene en la robótica su máxima expresión –con contradicciones importantes en el mercado laboral– Todo ello: ¿puede ser compatible a su vez con el reto ambiental del planeta?

 

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