Dieron por finiquitado a Pedro Sánchez. Enterraron a Jeremy Corbyn. Sus ideas, sus proyectos, incluso su sola presencia, fueron objeto de descalificaciones –cuando no de befas e insultos– por parte no sólo de la derecha mediática, sino de pretendidos compañeros de viaje. En plena crisis de la socialdemocracia, cuando ésta parecía haber perdido toda brújula de situación, y otros partidos emergentes se aprestaban a recoger los despojos, la resistencia socialdemócrata ha parado momentáneamente la sangría. Las claves son, aunque cueste creerlo, sumamente sencillas, por obvias. Pero también muchas veces arrinconadas; y son la defensa acérrima de la educación pública, de la sanidad pública, de los servicios sociales, en definitiva, de los resortes básicos del Estado de Bienestar. Todo ello junto a la noción básica, histórica, de que justicia y democracia deben ir unidas, constituyendo así un recordatorio –inspirado en John Rawls, un pensador liberal– que abona los preceptos revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad.
En los últimos tiempos hemos escuchado voces que trataban de auscultar las causas de las pérdidas electorales socialistas en Grecia, Alemania, Francia y España. Sesudos analistas trasladaban un mantra a las cúpulas dirigentes: no se ha sabido conectar con la gente, a la que hay que hablar de nuevos retos, de nuevas propuestas, de nuevos lenguajes y correas de transmisión de los mismos –redes sociales, televisiones–, cosa que sí han sabido hacer otras fuerzas progresistas. El bucle negativo de las derrotas electorales se ha ido alimentando, así, de más argumentos circulares: no hablemos de las conquistas alcanzadas en la sanidad pública, en la educación pública, en los servicios sociales, toda vez que esto ya se tiene, ya se supone, ya está aprehendido. Los jóvenes, por ejemplo, han conocido estas bases del bienestar desde siempre; deben buscarse otros horizontes. Esta tesis ha impregnado las direcciones de los partidos socialdemócratas que, además, llevaban ya años abducidos por las ideas neoliberales, que atravesaban en diagonal y de arriba abajo el grueso de los programas económicos y, lo que me parece más importante, la manera de pensar de los dirigentes y de sus cuadros.
Todo ello ha supuesto pérdidas históricas. Una de las más importantes, la del lenguaje. Éste es mucho más importante de lo que a veces se cree, tal y como han demostrado los estudios históricos de Gareth Stedman Jones, Eric Hobsbawm y Edward Thompson; o los lingüísticos de Noam Chomsky. El medio no siempre lo es todo. Lo que se comunica es central. Y aquí la socialdemocracia había perdido “su” lenguaje histórico, resistente, reivindicativo. La socialdemocracia que erigió las grandes columnas del Estado del Bienestar olvidaba esas referencias, porque ya se tenían, sin apreciar suficientemente que los flecos de la ideología neoliberal con la que se había contagiado perseguía, justamente, un fin diametralmente opuesto: privatizar los servicios públicos y hacer entrar el mercado, puro y duro, en las necesidades sociales básicas. De ahí que sea importante volver a los orígenes, a los fundamentos del socialismo democrático, a los gérmenes esenciales de la socialdemocracia. Sánchez y Corbyn, con sus errores y contradicciones, han sabido recuperar de nuevo esos activos, que parecían ya consolidados y, por tanto, intocables. Han tenido la perspicacia de advertir que ese bienestar alcanzado por décadas de sacrificios y de luchas populares y sindicales, están en peligro. Y que urge construir diques de contención, aderezados con el lenguaje de clase histórico, el que parecía perdido o se había transformado en un mero folclorismo de una izquierda tras la pancarta. La izquierda socialdemócrata, la de siempre, ha revelado que tiene razones y fuerza para subvertir los designios de los grupos de presión. Preservar con intensidad lo que se ha conseguido, sin olvidar la historia durísima que ha representado alcanzarlo, y trabajar con los envites del futuro (cambio climático, transición energética, igualdad de género, robótica, nanotecnología, entre otros) debieran ser las partes sustanciales que unan el pasado –que no debe relegarse– y el futuro –que no se ha de evitar–. Quizás haya llegado ya, en Europa, la hora de esta histórica –que no nueva– socialdemocracia.