En los países en desarrollo, es frecuente que se hable de cambios en el modelo de crecimiento, máxime en coyunturas que instituciones económicas y agentes político-sociales consideran problemáticas. La etapa que se abre con la Gran Recesión constituye un momento histórico que propicia este tipo de planteamientos. La idea también se ha divulgado hacia países más rezagados y emergentes. El modelo exitoso de crecimiento, vigente hasta hace muy pocas décadas, era el industrial; y éste era también el que podía facilitar tránsitos positivos a economías atrasadas. Una industria espoleando las exportaciones se traducía así en la imagen del desarrollo económico moderno; pero parece ser más borrosa ante las presentes fluctuaciones económicas.
En efecto, la evolución de las economías más avanzadas ha ido desde una estructura en la que la industria tenía un peso determinante y suponía economías externas hacia otros sectores de la economía, a un escenario en el cual el predominio es del sector servicios, con todas sus derivaciones. Este proceso, que es detectable sobre todo desde la década de 1980, abre perspectivas al análisis económico. Se dibujan nuevas cuestiones en el interior de las economías, tanto en las más desarrolladas como en las emergentes, en diferentes escalas, nacionales y/o regionales: ¿diversificar la economía? ¿volver a la industria desde unos servicios maduros? ¿qué industria? ¿qué relaciones con los servicios? ¿cuál puede ser la función del sector público en todo este proceso?
Un concepto que hay que clarificar es qué entendemos por manufactura, a partir de los grandes cambios económicos desde la postguerra. Aquélla se ha observado siempre como un “producto” físico, generador de valor. De hecho, el crecimiento económico moderno se ha relacionado de forma intrínseca con con la actividad industrial. Pero desde los años 1970, los procesos de deslocalización industrial han comportado las caídas de empleos manufactureros en países desarrollados y su incremento en naciones emergentes, sobre todo de Asia. En tal sentido, China es el epicentro industrial, desde el momento en que dispone de unos ciento cincuenta millones de trabajadores emplazados en el sector manufacturero –datos de 2016–, mientras en el conjunto de países más avanzados –los del G-7– apenas superan los cincuenta millones.
La simbiosis entre el crecimiento de la producción manufacturera y el rendimiento económico ha sido considerada como una “ley” económica por mucho tiempo, según los preceptos de Nicholas Kaldor: los crecimientos industrial y del PIB se explicarían por los efectos de la fabricación en los niveles de productividad en toda la economía. Tales impactos se deben a la transferencia de mano de obra de los sectores de baja productividad hacia el sector industrial, de manera que la fabricación sería el verdadero motor del crecimiento. Las sociedades y las economías terciarias, sin embargo, suponen una mayor complejidad en dicha noción: los productos son una mezcla híbrida entre producción física y servicios más o menos sofisticados, que incorporan cuotas más altas de inputs relacionados con la esfera de los servicios. Veremos todo esto en futuras entregas.