Richard Freeman, catedrático de Economía en Harvard: en uno de sus estudios sobre las naciones que tienen las posibilidades más elevadas para obtener un sólido crecimiento económico en el futuro, el eminente profesor concluye que la suerte es tan importante como la política económica. La afirmación es, cuando menos, llamativa, y denota el grado de superficialidad –ya sea por impotencia, ya por sinceridad– que algunos insignes colegas están imprimiendo a la disciplina de la Economía que, por otra parte, muchos la observan como una ciencia alejada del resto de las ciencias sociales. Una digamos “Física” de esas ciencias sociales. Nada más lejos de los hechos. Sin embargo, Freeman indica, en una clara noción de realidad, que el flanco más débil del capitalismo no es el mercado laboral –un aspecto sobre el que siempre se pone un énfasis excesivo–, sino el financiero: las investigaciones concretas, dice, lo demuestran. Freeman subraya que los fracasos en el mercado laboral imponen a la sociedad costes más moderados por ineficiencia; por el contrario, los problemas graves del mercado de capitales acaban por perjudicar de manera brutal a la sociedad, hasta el punto de que son los trabajadores, y no los instigadores del desastre financiero, los que más sufren. La globalización infiere que el fracaso del mercado de capitales en Estados Unidos ha salpicado miseria por todo el mundo; esto ya es reconocido por una copiosa literatura económica –con nombres irrefutables en el campo de la economía liberal, como Martin Wolf–, pero también por algunos de los protagonistas más directos de la Gran Recesión, como el propio Ben Bernanche, presidente de la Reserva Federal durante el epicentro de la crisis. Por ejemplo, el gran hundimiento de la ecuación monetarista sería una muestra ilustrativa: la relación directa entre emisión monetaria e inflación. Vemos como, por el contrario, con datos en la mano y no con abstracciones teoréticas, a pesar de las enormes transfusiones de dinero al mercado, los niveles de inflación no solo están bajos sino que, en algunos momentos, han derivado hacia la deflación. La Unión Europea es un caso palmario al respecto. Estos experimentos, que se sustentan sobre las teorías monetaristas más divulgadas que emanan de la Universidad de Chicago, se han revelado fallidos con claros corolarios, también con datos concretos: un coste social altísimo, particularmente observables en determinados países (Grecia, Portugal, Italia y España serían, con gradaciones dispares, muestras a considerar observando sus tasas de paro y el estado de sus cuentas públicas y niveles de deuda).
El misterio del crecimiento, una expresión que da título a un famoso libro de Elhanan Helpman (El misterio del crecimiento, Antoni Bosch Editor, Barcelona 2007), constituye una de las preocupaciones centrales de los economistas. Los factores que se invocan suelen ser diferentes y han avanzado en el curso de los últimos doscientos cincuenta años. Pero, muy lejos de establecerse “leyes” sobre el crecimiento, muchos expertos acaban por reconocer una cierta impotencia, que se enfrenta a la arrogancia del mainstream. Todo hasta el extremo de afirmar, como hizo en 2006 François Bourguignon, entonces economista jefe del Banco Mundial, que se desconocen las causas del crecimiento económico. Una aseveración tan tajante como sorprendente. De hecho, el experto señala que se tiene una idea clara sobre los obstáculos para crecer, al tiempo que cuáles pueden ser los requisitos sin los que una economía no crece. Pero, a su vez, no se tiene tanta seguridad sobre qué otros factores son perentorios para promover y sobre todo sostener el crecimiento económico.
La arrogancia de los economistas, como bien señaló Moisés Naim, exdirector de Foreign Policy y miembro del Open Society Foundations, solo se corregirá si abren las ventanas de par en par de la disciplina y son capaces de entender hechos tan evidentes como que los consumidores no siempre actúan racionalmente, los mercados no funcionan en competencia perfecta y la información es totalmente asimétrica. Esto obliga a trabajar con otros científicos sociales para cubrir unas lagunas que son innegables para los economistas, científicos sociales imperfectos e incompletos si solo se atienen a las enseñanzas estrictas de su doctrina.