Las recientes declaraciones sobre la evolución económica por parte del FMI son concluyentes: se advierte que lo peor está por venir. Y, ante esto, se admite que los gobiernos deben seguir en una senda expansiva de gasto, con el auxilio de los bancos centrales de cada área monetaria. Estos argumentos, más desarrollados por parte del Fondo, son sorprendentes por la heterodoxia que comportan: el contraste con lo acontecido durante la Gran Recesión es notable, lo que infiere que algo se ha aprendido de aquello. La austeridad mal entendida –es decir, los recortes draconianos en los sectores sociales– y la contracción del gasto público, se han revelado, con datos en la mano ya bien conocidos (los recientes trabajos de Thomas Piketty y Branco Milanovic, con el profundo análisis de una copiosa batería de variables, son ilustrativos al respecto), como nefastos para la resolución de la crisis desde sus prismas social y económico. Esta crisis ha cambiado la noosfera de la economía; esperemos que ese cambio acabe por consolidarse y haga variar los recetarios y manuales que los profesores enseñamos a nuestros estudiantes en las facultades de Economía y Empresa. Seamos escépticos. Pero no renunciemos a creer que las enseñanzas de la economía real pueden permitir visiones distintas a las consideradas por el mainstream.
El primer gran factor de cambio es la noción del papel del Estado. Parece que se ha descubierto la bondad de su acción, a pesar de las feroces críticas que, desde siempre, se prodigaron. Ahora, hasta los grandes empresarios requieren que haya más inversión, más gasto e incluso más deuda. Premisas que eran consideradas anatema hasta hace muy poco. Debemos recordar cómo algunos de esos mismos empresarios preconizaban que no se podía gastar lo que no se tenía, y que se había vivido por encima de nuestras posibilidades. Partidos políticos conservadores compraron esa tesis, e incluso hoy en día, en la Comisión Europea, un partido conservador se alinea con la línea más dura contra España para su acceso a los fondos de reconstrucción. Un total despropósito económico, que no mira más allá de una confrontación electoral.
Un segundo aspecto a destacar es, como derivada del anterior, la necesidad de estimular la demanda, no sólo la pública sino, como parece lógico, la privada. Consumir para producir; producir para consumir: esa es la ecuación que se tiene en mente. Para hacerlo, se necesita capacidad de gasto –y no sólo público–, lo que infiere la necesidad de desarrollar una política de rentas que pasa por la adopción de políticas sociales –el Ingreso Mínimo Vital, entre otras– y la agilidad en la transferencia de créditos y subvenciones. El riesgo de deflación es real.
Un tercer factor, más cuestionado, pero que aparece en las agendas políticas y económicas, es repensar la política fiscal. No se puede exigir al Estado que se endeude, que gaste, que genere déficits, y al mismo tiempo una reducción de impuestos. Aquí radica uno de los grandes debates en el futuro inmediato. Y es caballo de batalla para partidos de derechas. Es el momento de la expansión fiscal y, también, de la responsabilidad fiscal. Ambas van unidas.