Mario Draghi, en una reciente entrevista en el Financial Times: la deuda pública va a crecer mucho con esta crisis, y ello va a obligar a plantearse seriamente una política de quitas, teniendo en cuenta que una parte considerable de esas deudas serán impagables. Nada nuevo en la historia económica; pero importante que se diga desde una voz más que autorizada. Toda una declaración de principios que incomoda al escolasticismo. El relato económico ha cambiado. Y la evolución del coronavirus está dejando algunas consideraciones importantes en el campo de la economía. Quizás la primera, la más relevante, de carácter teórico y también aplicado, es esta: la noción del papel del Estado, la significación crucial de la intervención pública en esta etapa insólita, de congelación casi total de la actividad económica. El Estado se encuentra tras estas decisiones capitales.
La segunda de esas consideraciones a las que se aludía es el papel de los bancos centrales, más ágil que la vista durante la crisis de 2008. En esta coyuntura, el BCE, por ejemplo, ha ejercitado sus movimientos con contundencia. La inyección de dinero es considerable, y el reto estriba en que ese flujo llegue a sus destinatarios reales: gobiernos, empresas, familias. Pero, además, ya se intuye que eso no va a ser suficiente. Los procesos de recuperación urgirán de nuevos estímulos, nuevas andanadas de dinero amparadas en una evolución de los tipos de interés que está siendo favorable. Es un riesgo muy bajo de inflación, cuando la demanda se hallará, igualmente, con las constantes vitales planas. Los gobiernos deben hacer una cosa en tal escenario: gastar. Ya se pensarán los ajustes en su momento. Pero ahora toca elevar la demanda agregada.
Un tercer factor a considerar es la acción coordinada de Europa, fragmentada una vez más por la idea hanseática de que los países del sur se acojan a un rescate totalmente injusto. Alemania tiene en los mercados europeos una vía clara para sus exportaciones, más del 6%; Holanda, poco más del 12%. Cifras relevantes que deberían hacer pensar a los dirigentes del norte de Europa que la anemia del centro y del sur de Europa va a ser nociva para sus propios intereses. Esto observando únicamente el prisma crematístico, sin incidir en la desgracia humana que se puede infligir si no se acuerdan hojas de ruta conjuntas. Las reglas deben romperse, sin más miedo que el temor a la muerte de muchas personas, a su padecimiento por pérdidas de puestos de trabajo y empresas, a sus debacles familiares y humanas. No es tiempo de rigideces ni de catecismos egoístas.
Un cuarto factor, que enlaza los expuestos, es la urgencia en arbitrar mecanismos de mutualización de las deudas. Las cerrazones alemana y holandesa no obedecen a condicionantes técnicos, y son cortoplacistas en el ámbito económico. Esas posturas pueden estar sometidas a intereses más electoralistas nacionales que en clave estrictamente europea.
Están las instituciones, hay dinero, todos parecen ir hacia el mismo objetivo. Pero debe imponerse el sentido común para evitar el desastre que, para algunos, cuadrará sus hojas de cálculo, pero llenará de espanto a muchísima gente.