La derecha ha puesto en funcionamiento sus resortes económicos con un objetivo claro: describir que estamos en pleno proceso de recuperación. La recesión, se dice, ha concluido. El Banco de Santander, el Instituto de Estudios Económicos, los empresarios de la Empresa Familiar, el Consejo Empresarial para la Competitividad, la CEOE, todas estas instituciones –con la aquiescencia del Banco de España– lanzan una proclama nítida: se exporta más y mejor, somos más competitivos, España es un país de oportunidades y la inversión llega. El corolario: crecemos El horizonte: creación de empleo neto en 2015. De nada sirve invocar las cifras del INE para años anteriores, que señalan cifras positivas de crecimiento para todo 2010, fruto de las políticas de estímulo impulsadas entonces. O que esos augurios de recuperación –fallidos– ya se realizaron en 2011, 2012 y 2013, siempre para el año siguiente, claro.
Se trata ahora de apuntalar la política económica conservadora, en la que la reducción drástica del déficit, la reforma laboral y los cambios extremos en la Educación constituyen sus señas de identidad. El relato empresarial aparece en paralelo, casi al mismo tiempo: una casualidad que levanta sospechas. El gobierno de Rajoy tiene así un espaldarazo enorme, apoyo que rara vez –por no decir nunca– se apreció en la etapa de Zapatero. Pero fíjense: lo curioso es que los datos, de gran fragilidad, pueden ser leídos con prismas muy diferentes. El saldo comercial mejora, sin duda; pero porque igualmente caen las importaciones. Las entradas por turismo aumentan, es cierto; pero las contrataciones laborales no crecen sustancialmente. Los empresarios aducen mejoras de competitividad, y es verdad; pero la causa no son avances en I+D+i, sino en la reducción de los costes laborales unitarios. La rebaja salarial, vaya. Es más: las patronales ya han advertido que ésta se debe acentuar, para mantener tal competitividad. Así, se dibuja un modelo de crecimiento sustentado sobre reducidos salarios, flexibilidades contractuales y una mayor precariedad. La conquista aducida por los patrones: la productividad crece. Evidente: menos gente trabajando, dedicando más horas. Un aumento tangible de la explotación.
Dejarse llevar por los repuntes en las variables macroeconómicas no puede eludir que la economía social se resiente de todo este proceso, visto con tanto jolgorio por el gobierno y las organizaciones empresariales. Éstas exigen más, al calor del luteranismo económico de Berlín: el gasto social debe recortarse para cuadrar los déficits; la jubilación se ha de alargar y aumentar los años cotizados (la cuadratura de un círculo imposible, con la eventualidad del mercado laboral) y los salarios no deben crecer.
Con todos estos mimbres, un problema se cierne sobre ese cesto: los precios se van contrayendo y se perfila un escenario de deflación, que el Ministro de Hacienda minimiza. Estas políticas regidas por una austeridad extrema conducen a la depresión. Mientras los empresarios las abrazan con fervor y el gobierno se siente respaldado, la población sucumbe. Y ahí los datos sí son irrebatibles.