Economía y Estado de Derecho

La derecha tiene un signo identificable: no cree en el Estado de Derecho. Mejor dicho: éste debe estar siempre a su merced, a su antojo, cubriendo las expectativas de las filas más conservadoras. Ejemplos históricos al respecto son numerosos, y es suficiente con rememorar, en estas fechas, el golpe de Estado contra el presidente chileno Allende, hace ahora cuarenta años. O, recuérdese también, el inicio de la guerra civil tras el golpe militar de Franco en 1936. En ambos casos, se vulneraba la voluntad popular, de una forma clamorosa, y se masacraban gobiernos legítimos.

La Historia trata de explicarse de otro modo, en los tiempos convulsos que corren. Hemos tenido que leer y escuchar verdaderas barbaridades para justificar los muertos de la guerra civil. Insignes voceros del PP se han encargado de avivar ese argumento, contrarrestado por historiadores españoles de prestigio. Julián Casanova ha escrito páginas luminosas sobre la República, la guerra y la inmediata posguerra, en libros señeros. En Chile, se trata de “liberar” a la dictadura de su génesis y desarrollo, y ahí colabora con feroz virulencia esta derecha tajante, vehementemente fascista. Las últimas aportaciones sobre Chile y Allende (en forma, sobre todo, de biografías del presidente socialista: el trabajo de Mario Amorós es puntilloso y abrumador en datos y veredictos) recogen esos planteamientos.

Pero fíjense como aquí mismo, en Baleares, esa separación de poderes que emana del Estado de Derecho se salta por los conservadores, cuando el poder judicial falla en contra de sus postulados. Lo hemos visto con el tan debatido TIL, que ha motivado que el gobierno autonómico no haya tenido empacho para sacarse de la manga un decreto-ley, y corregir lo que no le gusta. La derecha no pone reparos en pasar por encima de todo lo que no le resulta agradable, aunque eso surja de la voluntad popular o de conclusiones de otro poder del Estado. El Estado de Derecho es suyo o no es. La democracia, así, se pervierte. Y se pudre desde el momento en que la fuerza –ya sea con tanques o con rodillos parlamentarios– se adueña del contexto político, al margen de lo que piensen las personas y, por extensión, los pueblos. Esta derecha actual recoge todas las lacras convencionales de la más rancia de las derechas: la que fustiga golpes militares en aras de un pretendido “orden” que sólo reside en la cabeza de sus adláteres, la que justifica la violencia institucional ante las protestas de los movimientos sociales. Esta derecha está muy alejada de la que coprotagonizó la transición y que provenía de los estertores del franquismo. Sorprende ver, ahora, a dirigentes de apenas cuarenta años pensar en clave casi pre-constitucional. Y conmociona más observar a jóvenes cachorros, que por edad pueden ser mis hijos –y que, por tanto, se han educado con todas las ventajas de un sistema democrático–, levantar el brazo y retratarse, alborozados, con símbolos nazis y fascistas. ¿Qué ha hecho el mainstream del conservadurismo para evitar todo esto? Nada. Absolutamente nada. Su orden es el que prevalece, sus premisas son las óptimas, sus recetas son las únicas que deben aplicarse, independientemente de sus resultados. No me parece extraño que en Alemania la derecha defienda la política económica que se está imprimiendo: les va bien. Me sorprende que eso sea aplaudido desde España, Portugal, Grecia e Italia, donde los brotes negros –que no verdes– entierran las escasas posibilidades de salir del atolladero, con penosos sufrimientos para las clases más vulnerables. Este Leviatán llevado a sus últimas consecuencias marca los destinos de un absolutismo de Estado, capaz de usar las armas cuando se tienen, o la violencia de pretendidas mayorías sociales, cuando se encuentra procedente. Frente a esto, urge un rearmamento, moral y político, que cuaje en un relato progresista de acción política concreta: realista, empírica, consecuente y sosegada en el tiempo.

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