La economía balear se ha movido siempre poco sujeta a las estrategias de las políticas públicas. De hecho, la contribución de éstas –la inversión del sector público, para ser más conciso– a la generación del PIB ha sido limitada, si se compara con otras economías regionales en las que la intervención de la administración es determinante en todos los ámbitos (los casos de Extremadura, Andalucía, Galicia o Castilla, constituyen muestras elocuentes al respecto). En las islas, el tejido productivo es rico y diversificado, compuesto sobre todo por PYME’s y con firmas transnacionales de primer orden. De forma que un Govern se impute, en un sentido positivo o negativo, el avance o el retroceso del PIB, en condiciones normales, no parece razonable. Ahora bien, la relevancia de la estrategia pública de inversión es crucial, también en el caso de Balears, ante un escenario de retroceso de la economía privada, de contracción de la política crediticia y, en fin, de génesis de una recesión.
Entonces, los poderes públicos son palancas de crecimiento que tienen, como objetivo central, estimular lo que el sector privado no puede. Esa política inversora es la que, en definitiva, reacciona como un tractor del desarrollo: sus vagones son los efectos de arrastre positivo que comporta la inyección de capital en la construcción de infraestructuras de todo tipo. La ideología política infiere, aquí, distinciones importantes: la inversión en educación, sanidad, servicios sociales, medio ambiente, turismo e infraestructuras vinculadas a esos sectores cuaternario y quinario, constituyen las espoletas del crecimiento en coordenadas de recesión, junto a inversiones en un transporte público que sea asumible por el territorio en el que se piensa asentar. Todo ello siempre que se observe la economía bajo el prisma de la sostenibilidad. Las obras de mayor envergadura pueden obedecer a una pretensión política más inmediata, con un interés más grosero en réditos electorales inmediatos; aquí cuenta más el corto plazo, la perspectiva táctica de la política más que la estratégica. Y las externalidades ambientales –y financieras– suelen ser elevadas.
La situación económica de Balears es, hoy, peor que hace tres años, con datos en la mano. El momento más duro de la crisis fue en 2009, cuando todos los indicadores cayeron en picado, con la pérdida notable de ingresos tributarios, estimada entorno a los mil millones de euros. En esa fase, la inversión pública favoreció el repunte económico al que asistimos en 2010 y primeros meses de 2011 (los datos mensuales pueden consultarse en el INE y el IBESTAT: el PIB balear se dibuja como una V que tiene, en efecto, su vértice en los primeros meses de 2009). La salida del hoyo fue efímera: la parálisis inversora con el Govern de Bauzá, justificada por el ajuste del déficit, resultó letal. Los signos aparentes de mejora que se aprecian ahora obedecen a causas que son, a mi entender, estacionales, siendo la más conspicua una temporada turística extraordinaria, aderezada por un factor importante: resulta ya difícil caer más en las profundidades (ojo: a no ser que se siga desmantelando el sector público), y los repuntes que se produzcan (que tienen contrastes sangrantes, como la baja contratación laboral), que deben ser vistos con prudencia, se explican más por los propios mecanismos económicos de las empresas privadas –menos costes laborales unitarios, en suma–, más que por hechos desplegados por la administración autonómica. Ésta ha actuado torpemente: no ha requerido las inversiones pendientes al Estado –esenciales en los tiempos que corren–, se encuentra batallando estúpidamente con todo tipo de colectivos sociales (la única excepción serían los hoteleros) y está generando más incertidumbre que tranquilidad. A pesar de todo esto, los servicios están dando un pequeño respiro que deberemos ver con suma atención si se mantiene en el futuro inmediato.