Grecia, la Europa del sur y los graves errores de la fe neoliberal

Eric Maskin, Premio Nobel de Economía 2007, en declaraciones recientes a la prensa internacional: “La política de recortes de España empeorará la situación. España sigue sumida en depresión económica, y la ya mínima demanda de empleo irá a menos con la reducción del gasto público”. Christopher Pissarides, Premio Nobel de Economía 2010, en conversación en la London School of Economics: la política de austeridad tiene límites, y no se ven salidas con su aplicación tan estricta. Son las opiniones de dos importantes economistas que no profesan un keynesianismo militante, pero que enlazan con lo que ya conocemos de los muy citados Paul Krugman y Joseph Stiglitz. Diagnóstico claro: fallan las recetas. Y otros expertos de peso van en la misma dirección.

Jorg Decressin, economista responsable de la zona euro del FMI, ha indicado que sin los estímulos que se aplicaron en su momento, hasta mayo de 2010, el déficit español sería mucho más elevado; su causa central es la pérdida brutal de la recaudación tributaria. Robert Kuttner, fundador del Instituto de Política Económica de Washington y director de la revista Prospect, es todavía mucho más elocuente: “España no tiene un Estado de bienestar caro; sufre las consecuencias de una caída de ingresos que se achaca a la recesión. ¿Por qué castigarla con duchas frías?”. Las aseveraciones de Kuttner son demoledoras: el pánico financiero, dice, tiene raíces totalmente independientes de las cuestiones fiscales. Más que dar bandazos al borde de ataques de nervios, de lo que se trataría es, justamente, de imprimir sosiego a los mercados, concluye. Todo lo contrario de lo que vemos.

Fíjense: profesionales de gran prestigio inciden en un tema que, aquí en España, y también en Baleares, apenas se ha enfatizado por parte de los gobernantes: nuestro problema radica, en esencia, no en un incremento del gasto (como han dicho hasta desgañitarse los conservadores, con claros objetivos ideológicos), sino en un desplome corrosivo de los ingresos. La fe se resquebraja. Eso no quita que no sean criticables algunas opciones inversoras, desarrolladas a partir de gasto público. Pero no es el meollo del problema. Y, sin embargo, las pretendidas vías de solución han pasado por reducir partidas cruciales: Sanidad, Educación, Servicios Sociales, I+D+i.

Los mercados, que no son abstractos (es decir, tienen nombres y apellidos), imponen a los Gobiernos exigencias harto contradictorias: reducir el déficit pero, a su vez, mantener el crecimiento. Eso es imposible, en los momentos actuales. En etapas contractivas, las estrategias de consolidación fiscal lo único que están consiguiendo es lo opuesto a lo que se persigue: el estancamiento de la economía. En este punto, la historia económica nos enseña que, por ejemplo, a Estados Unidos le costó diez años reducir su déficit público, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, todavía bajo los efectos de la Gran Depresión y de las políticas del New Deal. Suecia pudo también resolver su déficit a partir de una fuerte depreciación monetaria, que facilitó sus exportaciones; todo igualmente en el transcurso de años. Pero noten que, ahora, se nos pide cuadrar los déficits y, al tiempo, generar crecimiento y empleo en el marco de la moneda única ¡en muy pocos años! La obstinación en este punto resulta letal para la economía.

Las instituciones, a su vez, no están generando incentivos. En un libro ya memorable (con el sugerente título Why Nations Fail?), los profesores Daron Acemoglu (del MIT) y James Robinson (de Harvard) ponen un énfasis preciso sobre el mundo de la Política y en la importancia, precisamente, de las instituciones: las que califican como “inclusivas”, es decir, aquellas que preparan el terreno para la prosperidad de las naciones a partir de complicidades socioeconómicas y la idea nítida de gobernanza, provocan incentivos y promueven, en definitiva, el crecimiento. Son las instituciones políticas, señalan, las que determinan las instituciones económicas; y su acción diferenciada, según los países, justifica la disparidad en la riqueza y su distribución. El marco institucional y la cooperación son, pues, claves.

Ante todo esto, se debe concluir que la acción institucional no está siendo demasiado “inclusiva”, en el sentido de Acemoglu y Robinson; por el contrario, los vaivenes de las cúpulas comunitarias y las pésimas actuaciones de algunos gobiernos, están alimentando, todavía más, la desconfianza. Vemos con claridad que la austeridad no da tregua, no aporta resultados tangibles. Observamos que Europa se ha convertido, desgraciadamente, en un laberinto casi imposible para articular una política común. Y en este punto de desencuentro, lo que se antoja como razonable aparece a su vez como “radical”, tal y como se ha recogido en distintas aportaciones el Financial Times desde 2012. Más bien “subversivo”, diría yo. Sí, no se espanten: según el prestigioso rotativo, los sacrificios exigidos a Grecia no aportan resultados plausibles y afirmar eso y plantear otras vías supone un “radicalismo” del mensaje. Y añado yo: el recorte descomunal del Estado del Bienestar nos está haciendo perder nuestras señas de identidad europeas; urge situar los tipos de interés en tasas muy bajas (cercanas a cero) e imprimir moneda para evitar “trampas de la deuda”; el Banco Central Europeo debe comprar deuda soberana y paliar así los efectos de la especulación; y debe pensarse en políticas públicas de estímulo de la demanda. Todo eso, que es considerado heterodoxo, caduco o pernicioso, constituye hoy en día un ejercicio de “radicalidad” en el campo de la economía, siguiendo la idea publicada en el Financial Times. Y un exponente de una subversión que coloca a los economistas que defienden esos postulados en el rincón del olvido y la marginación. Aunque, recuérdenlo, la fe ciega del neoliberalismo no puede sustituir, de ninguna forma, a la historia económica.

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