Ha sacado el revólver tarde. Pero lo ha hecho. Mario Draghi se ha decidido, al fin, a hacer caso omiso a los intereses más directos de la cancillería alemana: apuesta por la QE, la impresión masiva de euros para destinarlos a la compra de deudas públicas europeas, con el objetivo de que los bancos comerciales puedan, así, proporcionar créditos a familias y empresas. Europa tiene un grave problema de demanda agregada, de ingresos tributarios, de inversión y consumo anémicos. Tres ideas deben considerarse:
1. El bloqueo del crédito, tras la generosa inyección de dinero público para el rescate de partes significativas del sistema financiero europeo, no se justifica de ninguna manera. Máxime con el sacrificio pedido y ejecutado sobre la población. Las armas del BCE las ha percutido con retraso, y Draghi ha sido excesivamente condescendiente con el Bundesbank: mantener tipos bajos de interés, precios igualmente bajos y priorizar, sobre todo, el pago de deudas pendientes, aunque ello suponga el recorte drástico de servicios esenciales para los países deudores, constreñidos por déficits draconianos. Fabricar billetes para atajar deudas soberanas era una de las propuestas que, personalmente, he lanzado en diferentes artículos y debates. Desde mi punto de vista, bienvenida sea, aunque tarde, la iniciativa.
2. La emisión de euros frescos debería tener, también, otros destinos, que igualmente algunos venimos diciendo: consagrar partidas importantes a la inversión pública. Ésta debe actuar como verdadera palanca de crecimiento en escenarios depresivos como los actuales. Las previsiones del FMI para la Unión Europea no son muy halagüeñas, con signos de caídas en el PIB (con la única excepción de España) y de contracción en los precios. Es decir, el nuevo dinero impreso no sólo debiera servir para adquirir deudas soberanas, sino también para arbitrar mecanismos de inversión desde los gobiernos, con la coordinación del BCE.
3. Los capitales destinados a los rescates bancarios deben ser retornados por las entidades financieras. Debiera constituirse un Fondo de Caución, en el que los bancos rescatados ingresaran las cifras acordadas con sus gobiernos, con una cadencia de, supongamos, treinta años. Los bancos afectados deberían detraer esas cantidades de las partidas destinadas a pago de dividendos a sus accionistas, en ningún caso penalizando las políticas de crédito.
Algo se mueve en Europa. Está claro que las políticas desarrolladas hasta el momento no están fructificando. Se imponen nuevas propuestas, desde el rigor económico y el sentido común.