El FMI ha advertido que el crecimiento económico es mediocre. Incluso reclama a la Reserva Federal que reflexione sobre la posible subida importante de tipos de interés, una vez culminados los objetivos de situar la tasa de paro por debajo del 7%, tal y como en su día adujo Ben Bernanke. El temor a que esto incida sobre las deudas en dólares, junto a la apreciación del billete verde, podría inferir el enjuague de la liquidez monetaria para muchos países: un serio problema. El FMI parece descubrir (una vez más, por cierto, a pesar de que su capacidad de cambio no deja de ser asombrosa), ahora, la pólvora sorda: lo que ya bastantes economistas advertíamos, cada uno desde su ámbito de trabajo, a saber, que estamos instalados en bajos crecimientos, inflaciones muy bajas y todo ello combinado con endeudamientos elevados (un factor que parece generalizable). Este cocktail supone grandes dificultades para alimentar los ingresos fiscales de los Estados y, por tanto, reducir los déficits públicos y, a su vez, los procesos incrementalistas de deudas. El crecimiento seguirá siendo anémico.
En paralelo, los países emergentes van a conocer –ya lo experimentan, de hecho– contracciones en sus perspectivas de crecimiento, habida cuenta la caída de los precios del petróleo y, por extensión, de las materias primas. Y todo ello se adoba con el avance imparable de la desigualdad social: una realidad que, curiosamente, también enfatiza el FMI, que enlaza con la teoría de la «dispersión salarial» como factor que rubrica todavía más el escenario de inequidad.
Esto no hace sino demostrar que el recetario económico de la austeridad está fracasando de forma estrepitosa. Seguimos inmersos en la teología económica, en los principios de la fe en el dogma neoliberal. Mientras tanto, las poblaciones siguen padeciendo las consecuencias de esta deliberada ceguera de los dirigentes económicos.