Subía, María Erbina, con dos rosas rojas encendidas en las mejillas, desde las Ramblas, rompiendo Colón, hacia Montjuic. Destilando sudor limpio de lavanda, la excitación y el esfuerzo la hacían sonreír al paso de las flores, con el ácido aroma del salitre de la Barceloneta. Venía de Torrent de Vidalet número 42, refugiada, donde desgranaba horas y vivencias, temores y esperanzas. Joven, con la fortaleza de los veinte años, cada día jalonaba la misma rutina en aquellos meses de 1938: caminaba apresuradamente hasta Passeig de Gràcia, para enfilar a Plaça Catalunya, y de ahí, al gran paseo hasta el mar, con la vista puesta en el castillo de Montjuic, donde la esperaba, encerrado, Juan. María recorría la Travessera de Gràcia, pasaba ante pequeñas tiendas de ultramarinos desprovistos, se iluminaba en los atardeceres, kilómetro va y viene, tras hora y media larga a pie desde Montjuic. Y retornaba a la vivienda de Torrent de Vidalet, una pequeña finca recia con un gran portón que resonaba al abrirse.
María se instaló en una pesadilla, en la que aparecían la ausencia del padre –desaparecido en el frente del Norte, en una columna de la CNT-, la dispersión de la madre y las tres hermanas pequeñas –éstas enviadas junto a otros niños al sur de Francia; aquélla, con el juicio perdido por la soledad y la incertidumbre-, el encarcelamiento del prometido –militar fiel a la República condenado por la República-, víctima de la corrupción de las conciencias. Sí, María se hallaba en un laberinto sin resolución aparente: entera, honesta y serena, sus pasos parecían siempre guiados por una especie de designio superior, intangible, espiritual y protector.
María, esbelta y delgada, oscura la frente con una mata de pelo azabache, la tez pálida, hermosa, los ojos envueltos en largas cortinas de pestañas, la risa franca, la lágrima presta, el corazón roto por una guerra incomprensible para ella, perdió, como tantos otros, la dulce vida de una adolescencia serena. Hija de Juan, un obrero metalúrgico, y de Carmen, una mujer inusualmente culta, ávida lectora de periódicos y con el corazón y la cabeza en la izquierda, María, su hija mayor, asimiló unos códigos de conducta que entrelazaban el cristianismo popular y los vientos de un socialismo que salpicaba fábricas y lugares de Portugalete.
María, la mayor de cinco hermanas, conoció muy pronto la muerte. Sara, la segunda, falleció envenenada por la ingesta de una planta silvestre. Siempre le quedó grabada a María la escena del padre, hombre silente y serio, desplomado sobre el humilde ataúd de la pequeña hija muerta. Abiertas las carnes del alma por una ausencia injusta, envuelto en un imparable océano de lágrimas y gritos contenidos. María, con pocos años, se aferraba a su progenitor con el ánimo de proporcionarle consuelo. Todo inútil: Sara, Sarita, una niña dócil y tierna, se perdía y rompía al mismo tiempo la estabilidad de una familia encerrada en sí misma, marcada por las reglas de Carmen, sin alzar una voz, sin que un gesto altivo presidiese ninguna discusión. Con la fuerza de la palabra y la vigilancia. Carmen y sus valores: la rectitud, la unión familiar, la conducta honesta, la rutina apacible. Estas han sido las reglas que nos ha transmitido María a sus hijos y nietos, sin pedir nada a cambio, ofreciéndose siempre. Se ha ido rodeada de un amor profundo, cuidada todo el tiempo, seguida de cerca, sin escatimar dedicación. Era y es mi princesa, así se lo decía y su sonrisa era el reclamo de nuevos besos, hasta pocas horas antes de su partida. No hay palabras para definir la añoranza y el vacío que tendremos toda la vida sin ella.
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