La negociación real ya ha empezado. Es un tiempo para Pedro Sánchez, que ha tenido unas semanas de enorme presiones de todo tipo. Pero siguen los órdagos, el marcaje de líneas rojas y los descartes. Los números no salen, si no se cambian las hojas de ruta. Cada partido va a dar la culpa al resto, si se fracasa. Nadie asumirá un resultados calamitoso, que sería la nueva convocatoria electoral. Ciudadanos con Podemos se dice que no es posible; PSOE con Ciudadanos, tampoco; la involucración de los nacionalistas, no se contempla para sectores precisos de la familia socialista. Un sudoku de difícil resolución. Sin embargo, las negociaciones deben transitar con cierto sosiego, sin una precipitación que haga inviable cualquier acuerdo para la investidura de Sánchez.
Podemos ya ha hecho, incluso, la quiniela de los ministrables: una vez más, se avanzan tacticismos como estrategia de presión hacia el ahora candidato. Éste, dado por muerto políticamente por muchos, renace para mayor enfado de Iglesias –inequívoca su actitud–, su principal enterrador: el protagonismo y la iniciativa es ahora de los socialistas, cuyo programa dista poco, muy poco, de las grandes líneas programáticas de Podemos e IU, a la vez que tiene conjuntos comunes con Ciudadanos. Esta concepción, que supone poner de relieve los nexos de unión entre, sobre todo, estas cuatro fuerzas, es lo único que puede superar el escollo de la parálisis parlamentaria.
Para el bien del país, Sánchez debería tener más capacidad de movimiento de la que le dejen las baronías socialistas y los otros jugadores de este complejo puzzle. Los gerifaltes del PSOE –con la honrosa excepción de Armengol, en Baleares– están sacudiendo la tierra a su secretario general, impidiendo que haga lo que ellos sí cristalizaron tras las pasadas elecciones autonómicas y municipales: la iniciativa del pacto sobre la idea, esencial, de cambio político y de giro hacia políticas diferentes a las impulsadas por el PP. Sánchez ha de poder jugar con esas reglas de juego, independientemente de los errores que haya podido cometer. En paralelo, Iglesias debiera abandonar su cómoda instalación en las esencias y mojarse de forma más explícita, descartando eso que han ido promulgado, él y su entorno, en libros recientes: la búsqueda de la “pasokización” del PSOE y el “sorpasso” final, una pretensión que ya hace años tuvo Julio Anguita –con una “pinza” memorablemente nefasta– con consecuencias letales para la izquierda. Buscar la hegemonía es lícito; hacerlo aniquilando al adversario con contumaces maquiavelismos de salón, constituye un ejercicio peligroso que acaba costando muy caro a las fuerzas progresistas. Y, a su vez, Rivera tendrá que dejar de lado sus prevenciones ideológicas, si de verdad pretende un cambio político marcado por unos ejes comunes. ¿Y el PP? En su trabajo cotidiano de poner palos en las ruedas, estimulando la estrategia del miedo en Europa y presentándose, esta banda criminal –según testimonios de alguna resolución judicial–, como garantes de no sabemos bien qué. Es el momento de Sánchez y de la alta política. Se impone tranquilidad y serenidad, ante las crispaciones que se irán viendo.