La ciudad que nunca duerme, la que encarna el llamado sueño americano, la más visionada por ustedes en películas de todo tipo: hablamos, claro está, de Nueva York. La urbe vive sumida en las elecciones, una vorágine incierta que culminará en el próximo mes de noviembre. La preocupación es máxima entre muchos colectivos hispanos y, a su vez, entre la población negra: Trump va reduciendo distancias con Clinton, ante la estupefacción de muchas personas que, al menos formalmente, dicen no entender cómo es posible tal progresión. Una doble alma se dibuja en el skyline neoyorquino. No es la primera vez que uno visita Nueva York; pero en esta ocasión la estancia es relativamente larga, por motivos profesionales. El cambio que se aprecia en la ciudad es grande, en relación a la vivencia de prácticamente veinticinco años atrás. Este cambio se detalla en estudios económicos, que uno puede cotejar comparando cifras y datos desde 1990 hasta 2015; pero, de forma mucho más conspicua, se advierte con los contactos personales, con la experiencia que recoge la observación sin intermediaciones analíticas más o menos sesudas.
Las transformaciones económicas y sociales de Nueva York reproducen las que se aprecian en Estados Unidos. En síntesis, la desindustrialización del país, la consolidación de los servicios en la estructura económica y la pérdida relativa de preeminencia imperial en el mundo. Algunos datos son elocuentes. Prácticamente la mitad de los habitantes de Nueva York vive al límite de la pobreza. La desigualdad ha crecido en las últimas dos décadas, y ha regresado a valores anteriores a la Gran Depresión, tal y como se compila en las aportaciones de Branko Milanovic y Thomas Piketty. El 1% de los que ganaban más aumentó sus ingresos medios de 450 mil a 720 mil dólares, entre los años 1990 y 2010. Para el 10% con ingresos más bajos, el incremento fue mucho menor. La concentración de la riqueza es igualmente significativa, una conclusión a la que nos condujo el trabajo del premio Nobel Joseph Stiglitz. En efecto, en 1990, el 10% de las familias ganaba el 30% de la renta de Nueva York, mientras que en 2010 ese dato se ha incrementado en casi un 40%. El proceso se enlaza con el avance de la financiarización de la economía, tal y como se rubrica en el libro reciente de Anwar Shaikh, un economista heterodoxo con el que vamos a trabajar; de hecho, los empleos relacionados con la industria en el sentido estricto están desapareciendo: entre 2001 y 2011, Nueva York perdió el 50% de los puestos manufactureros. El coste de producción se ha disparado, por lo que se ha impulsado la deslocalización: la nueva globalización de la economía.
La ciudad traduce el desencuentro de esas dos “almas”, una que demuestra una mayor riqueza material, acotada en sus espacios privilegiados en forma de nuevas segregaciones residenciales; y la otra, la que se nutre de la vulnerabilidad y de la mayor desigualdad que provocan esos cambios que confirman el dominio de la economía financiera sobre la real. Es el socavón en el que se ha desmoronado una buena parte de la clase media que, ahora más que nunca, persistirá sin dormir si quiere seguir viviendo.