Esta es la receta invariable de una parte significativa de la economía convencional: la rebaja de impuestos. La medida es recurrente, porosa, electoralista: agrada a todo el mundo. Nadie se opondría a tal planteamiento, si supone no eliminar ninguna de las prestaciones a las que se hace frente con los impuestos. Prometer reducciones en la presión fiscal constituye el frontispicio para algunas opciones políticas. Trump, por ejemplo, acaba de aprobar un obsceno recorte impositivo que afectará a las rentas más altas de Estados Unidos, bajo el pretexto, indemostrable, de que bajar impuestos a los ricos estimula el crecimiento económico y, por tanto, la recuperación de la recaudación. El anuncio de la Casa Blanca ha motivado advertencias por parte de cinco ministros de Hacienda europeos –incluido el español–, toda vez que las medidas de Trump mermarán acuerdos comerciales. Cabe recordar que esta idea ya fue aplicada por Reagan en la década de 1980, con resultados calamitosos: incrementos brutales del déficit público y aumento enorme de la deuda. Esto es lo que va a pasar en la economía americana en los próximos años: caída de ingresos tributarios, junto a una expansión del gasto en partidas específicas, como las militares. Porque el enorme recorte de impuestos que pagarán las empresas, del 35% al 20%, dejará un agujero presupuestario monumental. Y recortes sociales y ambientales. De hecho, la nueva administración Trump ya ha eliminado normativas relacionadas con el medio ambiente o la protección de los recursos hídricos.
Idéntica posición, en el campo tributario, tienen formaciones políticas europeas que preconizan un recorte de impuestos como medida activadora de la economía. Pero sin acertar a definir cómo sufragarán las partidas para mantener los servicios sanitario, educativo y asistencial. Es como si pudiera cuadrarse un círculo. La presión fiscal en Estados Unidos –volvamos allí– es de las más bajas del mundo; y en Europa, la correspondiente a España no es de las más elevadas en la Unión Europea, en comparación con Alemania y Francia. A su vez, el gasto público en España está igualmente por debajo del implementado en los países europeos más importantes. Con estos mimbres, el cesto es claro: una contracción de la presión fiscal, tal y como se ha anunciado en Estados Unidos y se quiere implantar por parte de formaciones conservadoras en Europa, supondría lo siguiente. Primero: un mayor beneficio para las rentas más altas. Segundo: una caída de ingresos tributarios, toda vez que no existen demostraciones empíricas solventes que demuestren que bajar impuestos estimula la recaudación. Tercero: la reducción del gasto público, para hacer frente a la generación de déficits públicos relacionados con la caída de los ingresos. Cuarto: el incremento de la deuda pública.
Todo esto puede llevar a una triple crisis: social, de desigualdad y de medio ambiente, como ha rubricado en un reciente libro Naomi Klein (Decir no no basta, Paidós, 2017). Y a la aparición de una evidente distopía: la desaparición de factores de seguridad y de cohesión social. La previsión del futuro se puede abrir, entonces, a un escenario inédito.