Los analistas de Wall Street ya han pensado y escrito sobre la reciente crisis de las bolsas. Crisis de calado: sólo recuerden que el Dow Jones de la Bolsa neoyorquina padeció su caída más drástica en toda su historia; es decir, la pasada semana perdió más puntos que en el ya famoso octubre de 1929. ¿Qué ha pasado? A los economistas se nos queda la cara de bobos cuando se desploman, con estrépito, los indicadores: si estaban subiendo tanto, ¿cómo pueden caer casi de repente? Esta pregunta ha sacudido las conciencias de los expertos, que se vuelcan a las explicaciones de manual, ignorando frecuentemente las lecciones de la historia económica. Se indica que la previsible subida de tipos de interés resitúa las apetencias de los inversores. Y que el tipo de interés puede aumentar justamente por la situación de bonanza económica: el fantasma de la inflación sería la causa central para actuar de nuevo sobre la política monetaria. Así, se concluye que estamos ante “ajustes internos”, concretados en recogidas de beneficios en renta variable y canalización inversora hacia la renta fija: la compra de deuda, básicamente (los bonos alemán y norteamericano a diez años incrementan sus rendimientos).
Con todo, se nos advierte, desde Estados Unidos –y desde las páginas del Financial Times y Wall Street Journal, entre otras cabeceras–, que debemos estar tranquilos, ya que la economía real está funcionando bien, con indicadores –precios, PIB, generación de empleo– positivos. Las cifras avalan tales asertos. Pero debemos recordar que, entre 2004 y 2007, los datos eran también muy robustos. Ante esto, unas consideraciones pueden ser oportunas.
En primer lugar, no se presagian repuntes inflacionistas. Ni en Estados Unidos ni en la Unión Europea. Los japoneses ya querrían tener algo de grasa inflacionista: se arrastran en el fango de la deflación desde hace más de diez años, tras aplicar medidas severas de austeridad que, después, se han emulado en Europa. Es más: Draghi “suspira” por ver alzarse algo más los precios en Europa y parar así el exceso de liquidez, que puede conducir a nuevos fenómenos especulativos. En segundo lugar, el dinero abunda (esto es lo que tranquiliza a los voceros de Wall Street: no hay insolvencias). Es más, hay tanto dinero que no se sabe qué hacer. No crean que esto es una boutade: lo declaró así Larry Fink, alto ejecutivo del mayor fondo de inversión del mundo (Blackrock), en una reciente reunión en Davos: el mayor problema es dónde invertir el dinero, sentenció. En tercer término, justamente esta frase de Fink revela un grave problema en la canalización de las inversiones: ¿dónde invertir? ¿en robótica? ¿en nanotecnología? ¿en biotecnología? ¿en energías renovables? Las posibilidades son enormes. Pero el dato es demoledor: el capital no está invirtiendo ahí; mejor dicho, no lo hace en demasía, y dirige su estrategia hacia la especulación financiera. Éste es el problema medular: la fuerte financiarización de la economía, que la hace más vulnerable a la reiteración de crisis espasmódicas, de gran inestabilidad –con vaivenes bursátiles–, como nos enseñó Hyman Minsky. Historia económica dura, para aprender.