Esta idea, el crecimiento gris, es del economista argentino Rolando Astarita, uno de los más interesantes hoy en día a partir de sus análisis sobre la evolución del capitalismo. Astarita –que ha estado hace pocos días en la UIB, impartiendo un seminario de trabajo– defiende la idea de que el capitalismo no se encuentra en un colapso final –como algunos economistas de izquierdas han preconizado–, ni tampoco en una etapa de superación de los ciclos económicos –según afirman los economistas más liberales–. La trayectoria económica, indica Astarita, es cíclica, con claroscuros, pero con evidentes capacidades para rehacerse. En este contexto, señala que los economistas no supimos ver la dimensión de la Gran Recesión. Y los recetarios que se han impuesto se han revelado un fracaso rotundo. Este último aserto ha sido promulgado, sobre todo, por economistas heterodoxos –como es el caso de Astarita– es decir, aquellos que no se ubican en el mainstream de la profesión. Tales afirmaciones han sido tildadas como falacias, y despreciadas por los economistas convencionales.
Pero he aquí la paradoja: algunos de estos próceres del neoliberalismo empiezan a cuestionarse todo lo hecho hasta el momento. Desde Martin Wolf en las influyentes páginas del Financial Times, hasta el propio FMI, por boca de su directora, Christine Lagarde. “El crecimiento sólo ha beneficiado a unos pocos”, ha sentenciado la dirigente. De hecho, los informes más recientes del FMI –a los que se suman otros de instituciones afines, como el Banco Mundial– inciden en la importancia de la desigualdad de rentas, en las economías más avanzadas, como un serio peligro para el mantenimiento del sistema económico.
Este aparente giro debería sugerir que urgen explicaciones más convincentes sobre el diagnóstico de salida de la crisis: sobre las medidas aplicadas para resolverla. Porque los mismos expertos que hace pocos años reclamaban equilibrios presupuestarios, sin considerar los efectos sociales, son ahora los que dicen que, bueno, quizás se pasaron un poco y debe reconducirse la situación.
La situación de la economía mundial, que no parece resolverse en una senda de crecimiento redistributivo –garante del bienestar social–, tiene retos cruciales inmediatos, que dependen de la voluntad política de los gobiernos: subidas de salarios, mayor presión fiscal a rentas más elevadas, incremento de inversiones públicas, reestructuración de las deudas –impagables, tal y como están formuladas ahora mismo– y planes agresivos de ocupación que inserten la población más joven en los tejidos productivos. Nada de eso se contempla en los portafolios gubernamentales, que siguen obstinados, tras las recomendaciones de Berlín y Bruselas, en mantener a raya el equilibrio en unos presupuestos públicos que están pensados, esencialmente, para sufragar los problemas de débitos al sistema financiero.
Las declaraciones de Lagarde o de otros mandamases de la economía mundial no debieran quedar en palabras huecas, si realmente pretenden fomentar un capitalismo distributivo y no un capitalismo expoliador. Más que nada para, si me apuran, preservar ese capitalismo gris que ellos dicen defender.