Los gobiernos han puesto en marcha diferentes medidas de estímulos para atajar las consecuencias de la recesión económica. Se ha hecho desde los primeros días en que estalló la crisis del coronavirus. Esto está garantizando la viabilidad de millones de familias, que han visto recortados sus salarios y sus tiempos de trabajo, efectos paliados en parte por las ayudas que se han ido desarrollando. En España, los ERTE serían el instrumento central, cuya prolongación se reclama por parte de sindicatos y patronales; una herramienta que ha reducido el grueso de los trabajadores en las filas de paro forzoso, con un coste para las arcas públicas evaluado en más de veinte mil millones de euros. La cifra va a suponer un incremento notable del déficit público y, por consiguiente, de la deuda pública. La actitud del BCE está siendo la opuesta a la conocida en la crisis de 2008, cuando se cerraron casi a cal y canto los flujos monetarios hacia administraciones y particulares, un error que recordaba la actitud de los bancos centrales durante la Gran Depresión de los años 1930.
Pero ahora hay voces que reclaman el retorno a una “normalidad” ortodoxa. Esto es lo que está sucediendo en Estados Unidos, cuyo ejemplo sería letal si se consolidara y, a su vez, se siguiera en otras partes del mundo. Como explicaba Paul Krugman en un reciente artículo en The New York Times, la retirada de ayudas a trabajadores con salarios bajos, propugnada por la administración republicana y por una parte muy influyente del mainstream económico-académico, no se va a sustituir tirando de ahorros y de patrimonio, ambos cada vez más escasos para esa importante y numerosa franja laboral. Esto puede ser extensible a Europa. El fin de las ayudas en un contexto dramático puede tener como consecuencia la contracción del consumo, la anemia de la demanda privada. Si a ello añadimos la paralización de inversiones, el escenario conduce a una grave contracción de la demanda agregada que inferirá caída de precios. Deflación. Los efectos son contrarios a los multiplicadores fiscales. Arrinconar los estímulos supone impactos des-multiplicadores, si se permite la expresión: menos prestaciones, menos ayudas remiten a menos gasto particular, reducción del consumo privado –y también del público– y, por ende, menores recaudaciones fiscales. Un bucle pernicioso.
Las crisis económicas no son el momento propicio para obsesionarse con la evolución de la deuda y del déficit, a pesar de que los recordatorios para atajar su trayectoria negativa se invocan constantemente. Todo debe tener su momento histórico: esos problemas deben abordarse con celeridad cuando la economía se recupere, no antes. En 2008, Estados Unidos apostó por una mayor liquidez en los mercados con la profusión de estímulos. Y los indicadores se recuperaron en 2009, haciendo lo contrario que en 1930 y de lo que se impulsó en Europa en 2008. Ahora, la administración Trump se encastilla en principios de austeridad, y ya lanza sus soflamas al respecto. Esta es la garantía de que la recesión puede ser más severa, si tales preceptos acaban por triunfar y extenderse.