Hoy en día, los grandes crecimientos económicos se están generando en países emergentes, y a partir de la producción de commodities cuyos procesos se han deslocalizado por empresas occidentales, de forma que no estamos ante sectores nuevos, como sí aconteció en otros cambios históricos relacionados con revoluciones tecnológicas. Las Tecnologías de la Información y la Comunicación tienen sin duda una función esencial en el campo inversor, tanto en las economías avanzadas como en las emergentes. Pero no son una panacea que vaya a resolver los graves problemas de los mercados laborales en Europa y, en menor grado, en Estados Unidos.
Las economías más desarrolladas presentan ahora un rasgo definitorio: se han terciarizado. Esto complica todavía más el análisis de la salida de la Gran Recesión. Los economistas se han enfrentado a graves crisis económicas en el pasado, y han tenido que aprender sin experiencias previas (el caso de la crisis energética de los años 1970 es ilustrativo: la estanflación nunca se había producido, de forma que esto representó un reto para académicos y políticos). Pero un nexo común definía las estructuras económicas durante las grandes crisis de 1873, 1929, 1973 y 1979: eran industriales, claramente. La Gran Recesión supone la primera crisis grave que asalta economías de servicios, en los que no siempre existen homogeneizaciones y en donde la mercancía es ausente. Los posibles nichos de inversión tendrán aquí un protagonismo esencial, y no siempre estarán relacionados con cambios en las pautas tecnológicas: la intensidad laboral persistirá, y lo que sería razonable es que ésta se canalizara hacia actividades que tienen una relación directa con el mantenimiento de los resortes básicos del Estado del Bienestar. En tal aspecto, los procesos de educación deberían resultar cruciales, sobre todo en el área de la formación profesional: sanitarios, asistentes, monitores, cuidadores, trabajos que no requieren necesariamente estudios universitarios, cuya aplicabilidad se vincula a relaciones con la infancia –escuelas primarias, por ejemplo– y con la vejez –residencias gerontológicas– y que suponen una mayor intensidad de la fuerza de trabajo.
Pero todo esto debe ser factible si el empresariado participa, y lo hace con criterios no especulativos: he aquí un aspecto microeconómico que los grandes modelos macroeconómicos tienden a ignorar. Los empresarios actúan bajo la lógica del beneficio, y es normal. Pero también debe decirse sin tapujos que buena parte de ellos no se plantean más retos que los que les facilite el amparo del sector público. Algunas de sus pretensiones radican en obtener subvenciones públicas u otras regalías, y eso les permite mantener negocios y romper así con un principio teológico liberal: el desarrollo del mercado sin distorsiones. Porque los empresarios saben algo que los economistas convencionales –que son legión– se entestan en ignorar, absortos por su religión: que ese mercado no funciona en competencia perfecta, que las presiones y las influencias son esenciales y que los puntos de equilibrio no se construyen más que con manos bien visibles. Privatizar, desregular, relajar impuestos, flexibilizar las normativas laborales, todas las peticiones empresariales se concentran en acotar sus costes laborales unitarios; todos los discursos pueden ser, incluso, políticamente muy correctos, como por ejemplo la inquietud por la investigación y la innovación, la formación de los jóvenes, la preocupación por el desempleo, elementos que, no obstante, raramente se trasladan a las cuentas de explotación de las empresas. En la Europa del sur, la premisa es clara: se busca el menor coste laboral, independientemente de la formación del trabajador. Ese es el objetivo. Y la Gran Recesión lo está rubricando.