Los datos macroeconómicos que se airean –y que enternecen a algunos economistas–, como preludio de una recuperación en ciernes, no parecen suficientemente sólidos. La macroeconomía, que se arguye para dar ánimos, no encaja con la realidad microeconómica de miles de personas y familias. Nos enfrentamos, pues, a un futuro con débiles crecimientos, incapaces de generar la actividad económica necesaria para absorber una parte de la enorme bolsa de parados. Al tiempo, se precariza el mercado laboral con el objetivo de aumentar una competitividad que sólo se recupera por una bajada de los salarios. Esto redundará en una contracción de la demanda. Los datos sociales disponibles (sanitarios, educativos, de dependencia, de coberturas sociales, etc.) aseveran que estamos instalados en la crudeza de la crisis, que no se aviene con las magnitudes que emanan de los gabinetes ministeriales o de los centros de análisis económico. Estar asentados en ese fondo se debe a unas concepciones básicas del pensamiento conservador:
- La confirmación de la austeridad. Se considera ésta la única vía plausible para salir de la crisis. No esperemos, pues, ni mayores coordinaciones económicas ni instrumentos distintos para hacer frente a las crisis de deuda de la periferia de la Unión Europea: no habrá ni eurobonos, ni unión bancaria. Sólo un gran cambio político en Bruselas y Estrasburgo podría reorientar esta situación.
- La ruptura con la gobernanza. La tesis de la democracia de mercado y de las políticas de austeridad como herramientas, conduce a un escenario de fisura del consenso social: gobernar sin escuchar el disenso y criminalizar las posibles respuestas de éste último. Así, se consideran obsoletos el sindicalismo, la reivindicación, la protesta, incluso la negociación. Sólo el mercado y la austeridad capacitan para salir de la crisis. La ideología acrítica y sorda se erige en el piloto automático que, se presume, conducirá, con gran fe, a la recuperación.
- Se nos dice que nada volverá a ser como antes, de forma que se presume que estamos ante una crisis que es más sistémica que parcial. Se han perdido en este breve camino dominado por el “austericidio” múltiples derechos que, se nos remacha, no van a regresar. Todo por los mercados. No hagamos caso: va a depender de nuestra actitud, de un comportamiento colectivo que suma individualidades enojadas y, cabe decirlo, opciones electorales. La liquidación del Estado de Bienestar no es irreversible. Nos lo enseña Zygmund Bauman: esta modernidad debe solidificar de nuevo todo aquello que antaño era más firme, más robusto, menos líquido. Como la solidaridad, la acción conjunta, un nuevo discurso que huya del conformismo autodestructivo y que encare con decisión y propuestas plausibles el reto del neoliberalismo económico y social.
No se pueden prometer soluciones en un futuro incierto a costa de generar miseria en el presente, con el desmantelamiento del Estado del Bienestar. Debería dejarse a un lado la jerga hueca, tan útil para ciertos tertulianos, y pensar en resolver el sufrimiento de la gente no en un futuro deseado, sino en un presente tangible. Ése y no otro debería ser el gran objetivo de la economía.